Opinión: ¿Nayib Bukele será el próximo autócrata de América Latina?

Mundo 07/05/2021 Editor Editor

EL PRESIDENTE DE EL SALVADOR PONE A PRUEBA LA DEMOCRACIA DE SU PAÍS.

EL MOZOTE, El Salvador — El caserío de El Mozote se encuentra en el departamento de Morazán en el altiplano nororiental de El Salvador, cerca de la frontera con Honduras, y se compone de un conjunto de casas de hormigón, muchas de ellas de leñadores y campesinos, enclavadas entre fértiles cumbres ricas en piña, café y caña de azúcar.

Cuarenta años después de que casi mil habitantes murieron a manos de la Fuerza Armada de El Salvador entre el 11 y el 13 de diciembre de 1981 —en la mayor masacre de la historia contemporánea de América Latina—, sigue siendo un lugar de luto. En la plaza hay un monumento con los nombres y las edades de las víctimas y fotografías que muestran los cadáveres en descomposición. Es un testimonio de las profundas cicatrices de la guerra civil librada por los insurgentes de izquierda del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y una sucesión de gobiernos militares y de derecha entre 1980 y 1992, que llevaron a cientos de miles de personas que huían de la violencia y la pobreza a buscar refugio en Estados Unidos.

Washington tuvo mucho que ver en esa guerra, ya que el ejército estadounidense entrenó a los soldados salvadoreños y los equipó con aviones, armas y bombas. Según el testimonio de un perito en una audiencia previa al juicio, el 26 de abril en El Salvador, en contra de los autores de este crimen, un asesor militar estadounidense se encontraba en Morazán durante la masacre de El Mozote. El vínculo entre Estados Unidos y El Salvador sigue siendo estrecho debido a que hay más de dos millones de salvadoreños en Estados Unidos y más de 100.000 solicitantes de asilo provenientes de ese país en años recientes.

Cuando la guerra terminó en 1992 con los acuerdos de paz, el FMLN se transformó en un partido político y los conservadores y militares encontraron cabida en la Alianza Republicana Nacionalista (Arena). Desde entonces, el poder ha pasado de Arena al FMLN en elecciones democráticas y El Salvador ha celebrado el tratado de paz como su historia central. En San Salvador, la capital, el Monumento a la Reconciliación cuenta esta historia: una guerrillera y un hombre de las Fuerzas Armadas, caminan abrazados mientras liberan palomas.

Sin embargo, la era de la paz se vio manchada por otra forma de violencia: algunos jóvenes refugiados salvadoreños se unieron a las pandillas de Los Ángeles y la política de deportación de línea dura que imperó en la década de los noventa ayudó a diseminar a las organizaciones criminales por todo El Salvador. Tanto Arena como el FMLN tuvieron dificultades para contener la violencia desenfrenada de las pandillas, lo cual obligó a una nueva oleada de personas a huir de la nación centroamericana.

El gobierno de los dos partidos acabó en 2019, cuando Nayib Bukele, el alcalde de San Salvador ahora de 39 años, ganó las elecciones presidenciales con la promesa de poner fin a la guerra de las pandillas. Bukele contendió como candidato de un partido de derecha más pequeño, mientras formaba su propio partido, Nuevas Ideas, que según afirma no es ni de izquierda ni de derecha. Sus aliados solo tenían una pequeña minoría en el Congreso y necesitaba una victoria en las elecciones legislativas de febrero de este año.

Así que el pasado mes de diciembre, Bukele fue al afligido pueblo de El Mozote y pronunció un discurso incendiario en el que atacó a sus opositores y desestimó los acuerdos de paz. “Fueron una farsa, una negociación entre dos cúpulas”, o camarillas poderosas, dijo el presidente, quien tiene predilección por llevar una gorra de béisbol y una barba finamente recortada. “¿Qué beneficios le trajo al pueblo salvadoreño?”, preguntó.

El discurso en El Mozote desató la ira entre los residentes todavía marcados por lo sucedido. María Crescencia Chica Amaya, una vendedora de recuerdos relacionados con la masacre, lloró al describir cómo, a los 11 años, escapó con sus hermanos menores solo una hora antes de que llegaran los soldados. Los niños se escondieron en las colinas durante tres días sin comida, rodeados por el sonido de los disparos y el olor de la carne en descomposición.

“Lo que dijo fue una burla para nosotros. No sufrió la guerra como nosotros la sufrimos”, comentó.

Sin embargo, la maniobra fue una eficaz provocación populista. Bukele se presentó como la verdadera voz del pueblo en contra de una élite corrupta que dominaba la política después de la guerra. Describió a su partido como un partido joven, libre de ideologías, favorable a las empresas y, a pesar de ello, protector de los pobres.

A través de su discurso, Bukele reescribió el recuento de la historia de su país y su argumento de que no hubo una verdadera paz caló hondo entre muchos habitantes de los barrios que han sufrido la mayor parte de la delincuencia y la violencia de las pandillas en los años transcurridos desde el tratado. “Para nosotros nunca existió esta paz que dijeron ellos”, afirmó Jaime Montoya, un trabajador de la construcción de 40 años del barrio pobre de La Campanera, en las afueras de la capital.

Nuevas Ideas ganó las elecciones del 28 de febrero por un amplio margen, con el 66 por ciento de los votos y una supermayoría en el Congreso. Lo que contribuyó a la victoria de Bukele fue una disminución importante en las tasas de homicidio, que según los críticos se debe a una tregua entre las pandillas, así como a las generosas donaciones del gobierno durante la pandemia de COVID-19. Las elecciones dieron paso a una nueva era política, que sustituyó el sistema bipartidista de la posguerra con un solo partido dominante que tiene suficiente control para reescribir la constitución.

El ascenso de Bukele ha sacudido a algunos de los periodistas, académicos y defensores de derechos humanos del país, a quienes les preocupa a dónde llevará al país la retórica agresiva del presidente. Lo ven como muchos estadounidenses vieron al presidente Donald Trump: como un agitador que pone en peligro la democracia. Bukele envió a militares al Congreso para presionar a los legisladores, ha acusado a los principales medios de comunicación de llevar a cabo una campaña en su contra, además de elogiar el uso de la fuerza letal en la actuación policial.

La situación se agravó de manera considerable el 1 de mayo, cuando la nueva Asamblea Legislativa de El Salvador votó a favor de destituir a cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que se habían opuesto a las medidas de Bukele y el 2 de mayo votó a favor de la destitución del fiscal general. Las medidas provocaron la condena inmediata por parte de los políticos de la oposición y los grupos de derechos humanos. “Bukele ataca el Estado de derecho y pretende concentrar todo el poder en sus manos”, tuiteó José Miguel Vivanco, director de la división para el continente americano de Human Rights Watch. Además, la vicepresidenta estadounidense, Kamala Harris, declaró en un tuit: “Nos preocupa profundamente la democracia de El Salvador, a la luz del voto de la Asamblea Legislativa”.

La Casa Blanca ya se mostraba recelosa con Bukele. Según The Associated Press, en febrero, el mandatario salvadoreño solicitó una reunión con el presidente Biden en un viaje no anunciado a Washington, pero fue desairado a causa de las crecientes críticas de los demócratas. Tal vez en respuesta, a principios de abril Bukele se negó a reunirse con Ricardo Zúñiga, el enviado especial del Departamento de Estado para el Triángulo Norte, en una visita que este realizó a Centroamérica, según otro reportaje de The Associated Press.

La manera en que el gobierno de Biden debe relacionarse con los gobiernos de Centroamérica presenta un dilema. Por un lado, debe tener cuidado de no repetir la historia de Washington de apoyar regímenes represivos que llevan a cabo atrocidades contra la población civil. En los últimos diez años, América Latina no ha experimentado el mismo grado de derramamiento de sangre por parte de militares que se vio en El Mozote, pero se han producido represiones violentas contra manifestantes en toda la región.

Por otro lado, Estados Unidos necesita llegar a la raíz de lo que provoca que la gente huya hacia su frontera suroeste. He cubierto el Triángulo Norte ─El Salvador, Honduras y Guatemala─ desde hace más de una década y he sido testigo de lo que en la práctica ha sido un colapso derivado de la violencia de las pandillas, la sequía provocada por el cambio climático y la desesperanza económica.

El Salvador y Honduras han tenido las más altas tasas de homicidio en el mundo y las sucesivas pérdidas de las cosechas han ocasionado escasez de alimentos. El reciente aumento de migrantes indocumentados que cruzan la frontera de Estados Unidos, cuyos centros de detención en Texas y otros estados están repletos de menores, constituye la tercera crisis fronteriza en menos de ocho años.

Después de la Guerra Fría, Washington descuidó la región, dado que el país centró su atención y recursos en asuntos cuestionables en Irak y Afganistán. Sin embargo, es del interés de Estados Unidos apoyar a sus vecinos de Centroamérica, y un gran plan de inversión podría ser parte de la solución. En estos pequeños y empobrecidos países, incluso una pequeña inversión podría transformar la situación. Una manera de empezar tal esfuerzo podría ser el plan de 4000 millones de dólares que Biden propuso durante su campaña para atender las causas de la migración en la región.

En la práctica, el gobierno de Biden necesita tener una relación de trabajo con Bukele. A través de la cooperación con su gobierno, Estados Unidos podría influir en los esfuerzos para evitar que El Salvador caiga en el autoritarismo. Sin embargo, sería mejor destinar la mayor parte de la ayuda a organizaciones no gubernamentales que a las arcas del Estado, y el gobierno de Biden necesita observar con cuidado cómo se desarrolla la situación.

Para los que estamos comprometidos con la defensa de la democracia liberal, es importante entender por qué la gente se inclina por los líderes populistas y por qué la democracia no ha frenado la violencia en América Latina. Los barrios ensangrentados de San Salvador nos brindan una explicación.

La tumba del padre del presidente, Armando Bukele, quien fundó una serie de empresas de automóviles, publicidad, farmacéuticas, bebidas y textiles, se encuentra entre extravagantes mausoleos en un elegante cementerio de San Salvador. Está marcada por una sencilla placa oblonga en una parcela lisa de hierba y flores. La modesta tumba quizá sea un reflejo de su fe. Era un palestino cristiano que se convirtió al islam y fundó una serie de mezquitas, incluida una en el centro de San Salvador.

El presidente ha dicho que cree en Dios más que en una religión específica. Bukele estudió en la elitista Escuela Panamericana, en un predio cerrado dentro de un idílico barrio arbolado. No terminó la universidad y a los 18 años empezó a trabajar en uno de los negocios de su familia y más tarde fue publicista y dirigió otras empresas.

A los 30 años, contra la opinión de su padre, se lanzó a la política y, en 2012, se convirtió en alcalde de la pequeña localidad de Nuevo Cuscatlán, en un valle cafetalero a las afueras de la capital, desde donde se proyectó a la escena nacional. En tan solo tres años, se convirtió en alcalde de San Salvador y atrajo la atención de los medios de comunicación de todo el mundo por considerársele un joven político prometedor.

Lo entrevisté cuando era alcalde de San Salvador en 2017 para el número dedicado a los líderes de la próxima generación de la revista Time. Habló sobre el trabajo social que llevaba a cabo en los barrios. “Estamos tratando de desafiar a las pandillas, no mediante la represión, sino al competir para que los jóvenes se queden de nuestro lado”, me dijo. También revisó el ángulo de la cámara para asegurarse de que captara su mejor cara.

Poco después, ese mismo año, fue expulsado del FMLN por, según el partido, “generar división”, además de algunos conflictos vocales con otros miembros. De ahí, pasó a ganar la presidencia, gracias a su popularidad en la capital, una campaña habilidosa y la capacidad de dominar la conversación nacional. Al igual que Trump, Bukele es un mercadólogo político experto. La letra “N”, la primera letra de su nombre y de su partido, se puede ver en anuncios espectaculares por todo el país. Y con 2,4 millones de seguidores en Twitter en un país de 6,4 millones, es omnipresente en las redes sociales.

Tras ganar la presidencia, su retórica cambió de manera radical, pasando de hacer hincapié en el trabajo social a defender la ley y el orden. Incorporó más efectivos a la lucha contra las pandillas, y declaró ante los miembros del ejército: “Dios nos va a dar esa victoria sobre los que no quieren que combatamos la delincuencia”. Arremetió contra las élites mediáticas y los grupos de derechos humanos a los que acusa de ser corruptos y de intentar debilitarlo. “Recibir dinero sucio para hacer tu trabajo”, escribió en Twitter, “no te convierte en periodista incómodo, sino en mercenario”.

“El presidente Bukele ha sido explícito al considerar que algunos medios de comunicación son sus enemigos”, me dijo Carlos Martínez, periodista del medio de investigación independiente El Faro. “Tiene toda una estructura en las redes sociales para desprestigiarnos, para atacarnos”, agregó. En Twitter, cuentas progubernamentales y de la oposición están inmersas en batallas de etiquetas que publican con frecuencia desde cuentas dudosas, según un informe del International Crisis Group.

El presidente realiza maniobras controvertidas que causan sensación en los medios de comunicación. En febrero de 2020, convocó a soldados con uniforme de combate en la Asamblea Legislativa para pedir a los legisladores que aprobaran un préstamo para equipos de seguridad. Durante el episodio, se sentó en el escaño reservado para el presidente de la asamblea, lloró y rezó a Dios antes de lanzar su ultimátum: Aprueben el préstamo o llamará al pueblo a la insurrección. En abril de 2020, en otra muestra de fuerza, la presidencia dio a conocer fotos de cientos de pandilleros en ropa interior y apiñados en el suelo de una prisión.

Parte de la popularidad de Bukele en estos momentos se debe a las dádivas. Durante la crisis de COVID-19, su gobierno repartió bolsas de comida a muchas familias afectadas. Algunas personas podían acceder a pagos de 300 dólares en efectivo. Aunque la ayuda era necesaria en medio de los cierres y seguía el ejemplo de otros países del mundo, los regalos en efectivo son también una vieja técnica de los populistas latinoamericanos.

Un logro más impresionante es que, durante su gobierno, las tasas de homicidio han disminuido de manera considerable. En 2015, El Salvador tenía el peor índice de homicidios del continente, con 103 por cada 100.000 habitantes, 21 veces la tasa de Estados Unidos ese año. En 2018, la tasa se redujo a 51 asesinatos por cada 100.000 personas. Luego, en 2020, llegó a menos de 20 por cada 100.000 personas, una de las tasas de homicidio más bajas de la historia reciente de El Salvador y menor que la de México y Colombia. Este año, al caminar por las calles de El Salvador, sentí que eran mucho más seguras que en visitas anteriores.

La manera en la cual esto se ha logrado es motivo de un intenso debate.

La Campanera, construido en una colina empinada en el borde de la capital que se adentra en un campo escarpado, es uno de los barrios más conocidos por la violencia de las pandillas en El Salvador. Fue allí donde el cineasta franco-español Christian Poveda realizó su clásico documental sobre las pandillas, La vida loca. Fue cerca de allí donde Poveda fue asesinado en 2009, al parecer por pandilleros.

Al igual que los partidos políticos del país, las pandillas nacieron de la guerra civil. Los jóvenes salvadoreños huyeron en los años ochenta a Los Ángeles y se unieron a las pandillas de los vecindarios peligrosos; muchos se iniciaron en Barrio 18 y otros formaron la Mara Salvatrucha 13, o MS-13. Tras los acuerdos de paz de 1992, Estados Unidos deportó a miles de pandilleros a Centroamérica. Encontraron reclutas dispuestos en su destrozada patria, incluidos antiguos guerrilleros y militares.

La MS-13 y Barrio 18 superaron a las débiles instituciones del país. Ahora se han hecho de territorio en casi todos los barrios urbanos pobres de El Salvador e incluso en muchos caseríos. Imponen sus fronteras golpeando o matando a cualquier persona que venga de zonas rivales, incluidos los civiles.

La Campanera es el territorio del Barrio 18. La visité con Médicos Sin Fronteras, que gestiona allí una clínica gratuita. Hay un puesto de control policial para pasar, pero a unos cientos de metros de él, los pandilleros deambulan libremente, sentados en sillas fuera de las tiendas o de pie en las esquinas.

Lejos de la calle principal, los callejones empinados atraviesan las casas de bloques de hormigón construidas por el gobierno. Muchas están abandonadas por familias que huyeron de las amenazas y los asesinatos, dejando atrás posesiones dispersas como ropa y juguetes de niños. Este desplazamiento forzado es una marca preocupante de la violencia de las pandillas que evoca con dolor la guerra civil.

Sentado en su porche, Montoya, trabajador de la construcción, me dijo que apoyaba a Bukele, un sentimiento compartido por varios residentes con los que hablé. “Es el primer presidente que ha regalado comida a la gente y se ha preocupado por la seguridad y por la pobreza”, comentó Montoya, quien trabajó en Maryland durante diez años antes de ser deportado en 2006. Ahora gana 10 dólares al día, por lo que las ayudas del gobierno son muy importantes para él. Señaló que la situación de seguridad ha mejorado bastante.

El presidente le da el crédito a su Plan de Control Territorial, que aumentó la presencia policial y envió más soldados a las calles. Suele publicar en Twitter los resultados de las redadas y arrestos que atribuye al plan.

Sin embargo, en septiembre, El Faro publicó un artículo en el que se afirmaba que el gobierno había llegado a un acuerdo con los líderes de las pandillas para ordenar a sus secuaces que dejaran de matar a cambio de mejores condiciones carcelarias y otros beneficios. En 2012, se intentó una tregua similar, pero se vino abajo tras las críticas de la opinión pública. Bukele niega que el reportaje sea cierto y anunció en televisión que estaba investigando a El Faro por lavado de dinero.

Los políticos de la oposición se preguntan si el gobierno está colaborando con las pandillas, que han estado implicadas en la coacción de los electores. “Usted en el terreno se da cuenta de que el dominio, el control político y social está en manos de las pandillas”, me dijo el general Mauricio Ernesto Vargas, legislador veterano de Arena. “Hay territorios donde no dejan entrar a nadie, solo a los de Nuevas Ideas”.

En el centro de San Salvador, un líder de los comerciantes del mercado se quejó de que las pandillas siguen atemorizando a los negocios, ya que exigen a los propietarios de los puestos que les hagan pagos regulares. La extorsión de millones de vendedores informales, taxistas, conductores de autobuses y pequeños comercios es el principal negocio de las pandillas y ha socavado el crecimiento de la nación. Se trata de otro retroceso a la guerra, cuando la guerrilla exigía pagos a los comercios de ciertas regiones.

“El control territorial por parte de los muchachos [los pandilleros] se ha intensificado”, afirmó el líder del mercado, quien pidió que no se mencionara su nombre por temor a repercusiones de las pandillas. “Ellos tienen un control completo y nadie dice nada. No matan públicamente porque el negocio de ellos sigue intacto”.

Bukele afirma que tiene un plan a largo plazo para el cambio social en los barrios conocidos por la violencia de las pandillas. Iberia es otro de esos barrios, más céntrico y urbano que La Campanera, y territorio de la rival MS-13. Allí, el presidente ha puesto en marcha un proyecto de trabajo social que promueve como el modelo a seguir en todo el país.

El proyecto se centra en el CUBO (Centro Urbano de Bienestar y Oportunidad), otro ejemplo de mercadotecnia política. El centro es un gran edificio en forma de cubo con paredes de cristal transparente. Tiene computadoras para que los residentes naveguen en internet y los niños hagan sus tareas, cómodos cojines y libros, colchonetas para que los jóvenes practiquen break dance y un estudio para grabar música. La idea es crear un espacio seguro, dotado de recursos de calidad, alejado de la violencia de estos grupos criminales.

Frente al CUBO hay un mural sereno del padre del presidente. “Todo lo que hagas, cuenta”, reza una cita de Armando Bukele pintada en el mural. Visité el CUBO con Carlos Marroquín, un joven funcionario cuyo título es director de la reconstrucción del tejido social. Se crio en un barrio y fue un grafitero conocido como Sliptone antes de empezar a trabajar con Bukele cuando este era alcalde de un caserío.

La visión de la política del gobierno “es más que venir a una comunidad con temas represivos”, dijo Marroquín. “Se trata de venir con oportunidades, con arte, con cultura, con educación, con becas”. Los jóvenes de la zona reciben formación durante seis meses para trabajar en el CUBO, que, según él, desarrolla un liderazgo positivo que puede transformar los barrios.

Con base en los registros de visitas, el informe de El Faro argumenta que Marroquín participó en reuniones con líderes de las pandillas en las cárceles. Él negó esto y me dijo que no hay ninguna tregua. “Son periódicos de la oposición al gobierno del presidente Nayib Bukele, y lo que más van a buscar es desvirtuar”, dijo. “Muéstrenme una foto”.

Los gobiernos de toda América Latina han luchado por detener la violencia criminal del siglo XXI. He informado sobre otras ciudades, como Medellín, en Colombia, y Ciudad Juárez, en México, que en distintos momentos se convirtieron en los lugares más mortíferos del continente. En ambos casos, hay informes creíbles de que los criminales hicieron treguas para reducir el derramamiento de sangre. Es un tema espinoso y azaroso para los políticos, pero creo que debemos hablar de las treguas como una forma realista de reducir las tasas de homicidio catastróficas.

La presencia del ejército, junto con la reducción del número de homicidios, da a los residentes la percepción de una mayor seguridad en El Salvador. Pero, como señaló Martínez, el periodista, las pandillas podrían fortalecerse y desatar más violencia en el futuro. Una tregua “solo los vuelve más poderosos. El asunto es si es sostenible”, comentó.

En el interior del CUBO, Marroquín me llevó a ver a un grupo de raperos llamado Sivar Crew interpretar un estilo libre. Se pasaban un micrófono. “No seremos derrotados”, rapeó uno. “Salud al presidente Nayib Bukele, que va a representar”.

He cubierto tanto derramamiento de sangre y sufrimiento en Centroamérica que me alegra el corazón ver la esperanza en estos adolescentes. Sin embargo, temo, al igual que los críticos de Bukele, que esta nueva paz sea tan frágil como las paredes de cristal del cubo gigante y que un día se haga pedazos.

This article originally appeared in The New York Times.

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