El dramático relato del surfista que cayó de un acantilado, se enfrentó a la muerte y pasó dos días agonizando en una playa desierta

La historia de superación de Álvaro Vizcaíno fue llevada al cine. A casi siete años de aquel episodio que puso a prueba su cuerpo y su mente, recordó en diálogo con Infobae cómo logró sobrevivir durante esas 48 horas

Curiosidades 08/06/2021 Editor Editor

Hay pequeñas decisiones que cambian vidas para siempre, y una de ellas es la que tomó Álvaro Vizcaíno en septiembre de 2014, cuando viajaba en su coche rumbo a su hogar en las Islas Canarias, pero decidió alterar el rumbo de su trayecto, detener el motor del vehículo y caminar para disfrutar del paisaje. Aquella mañana soleada de domingo que parecía ser una más en la vida de este surfista de 38 años, pronto le marcaría un antes y un después que jamás olvidará.

Álvaro nació en Madrid, ciudad en la que pasó una grata adolescencia y joven adultez durante la cual se enfocaba principalmente en su carrera en psicología, pero su trabajo en el área de turismo lo llevó hasta las Islas Canarias, ubicadas a un puñado de kilómetros de la costa atlántica africana. Allí conoció Fuerteventura, la segunda isla más grande del archipiélago y destino elegido para vacacionar por miles de personas debido a su hermoso paisaje volcánico de playas y acantilados. Pero además, este lugar es un centro de surf predilecto por los amantes de las olas. Justamente allí se subió a una tabla por primera vez, y pese a haber acabado con el pecho ensangrentado y el cuerpo dolorido, encontró en este deporte una pasión que hasta el día de hoy, a sus 44 años, aún lo acompaña.

 El vínculo que estableció con esta actividad hizo que el joven Vizcaíno se quitase la mochila de estudiante, dejara su carrera, abandonara Madrid y se instalara en Fuerteventura para vivir más cerca del océano y poder así disfrutar de lo que verdaderamente lo hacía feliz. A tal punto llegó su locura que incluso varios de sus amigos se sorprendieron por los viajes que emprendía una y otra vez en búsqueda de la ola perfecta. Fue justamente en uno de esos viajes en el que sin quererlo se topó de cerca con la muerte.

Una mañana de domingo de septiembre de 2014, el español volvía de visitar a una amiga a un extremo de la isla y en medio del trayecto recordó la existencia de un viejo camino que cruza la roca de lado a lado y que puede hacerse caminando. El mismo atraviesa una serie de médanos, bordea acantilados y termina en una reserva natural perfecta para surfear. Como era temprano y no tenía planes, estacionó el coche, tomó su tabla, su mochila y se lanzó a la aventura sin avisarle a nadie a dónde iba.

“Cuando estaba buscando el acceso para bajar a la playa me equivoqué y en vez de rodear la última duna por detrás, fui por delante, me quedé mirando una formación de arena gigante y pasé por donde no debía”, recordó en diálogo con Infobae sobre el momento en el que el suelo se movió y perdió el control de la situación. “Fue como una película de Indiana Jones, se me fueron los pies, comencé a resbalar por esa cuesta e intentaba agarrarme a la arena, pero era como si fuese hielo, era imposible sujetarme. Era una avalancha. Resbalaba y conseguí frenarme en el último momento en el borde del acantilado, pero ya colgando”.

Álvaro quedó con las piernas en el aire, sujetado solamente por la fuerza de sus manos, y debajo de él había una caída de 15 metros que terminaba en unas rocas contra las cuales las olas rompían con ferocidad. No había ninguna persona a kilómetros a la redonda para pedir ayuda. Estaba solo. Cada intento por empujarse hacia arriba hacía que la arena se le escurriese entre los dedos, y entonces sus brazos se resbalaban un poco más. Cada movimiento lo acercaba más al vacío.

“Lo primero en ese momento es la negación: ‘Esto no está pasando’. Lo siguiente fue enfado: ‘Eres idiota, qué haces aquí'. Y lo tercero fue el pánico. Los músculos se me hicieron mantequilla, y yo pensaba que me iba a caer, porque las manos no me iban a sujetar”. Mientras su cuerpo hacía lo imposible para aguantar allí colgado, su mente empezó a trabajar: “Tuve que tomar una decisión porque me iba a caer igual. Dije: ‘Si intento subir, me voy a caer seguro, y si aguanto aquí, no va pasar nada, entonces, si me tiro, tengo una oportunidad’. Una oportunidad de elegir la caída”.

Sus conocimientos en surf le permitieron saber cómo y cuándo caer. Así, entendió que debía recibir el impacto de costado y cubriéndose la cabeza. Además, sabía que debía esperar que alguna ola chocara contra las piedras, para evitar caer sobre ellas, y por eso recordó que el oleaje sucede en series, por lo que en el momento que escuchase que una ola había llegado, podía soltarse sabiendo que dos o más aparecerían de inmediato.

Entonces respiró profundo, se concentró en poder escuchar el sonido del agua, y lo hizo.

“Me tiré y no recuerdo mucho de la caída. Sí recuerdo un impacto, caos a mi alrededor, y en ese caos, me di cuenta de que estaba vivo, porque la verdad es que no las tenía todas conmigo. Yo me dije: ‘Álvaro, si tu cabeza, espalda o columna tocan con una piedra, estás jodido’. Y paradójicamente ese caos de dar vueltas en el agua fue como una alegría: ‘Wow, estoy vivo’”.

Su plan había funcionado, pero no del todo. Al sacar la cabeza a la superficie para tomar aire, buscó agarrarse de alguna roca para que el mar dejara de lastimarlo, y ahí pudo hacer un diagnóstico de los daños sufridos. “Primero, me desmayé, y cuando me desperté, me di cuenta de que algo pasaba. Ese crujido que había sentido dentro de mi cuerpo estaba localizado en mi cadera, y cuando intentaba moverme, lo volvía a oír, y me desmayé un par de veces. Porque, claro, necesitaba subirme a la roca y tener un poco de perspectiva de la situación, pero movía las piernas, los dedos de los pies, y entendí que no estaba paralizado, así que tenía que ser la cadera. La mano también estaba abierta, una herida muy profunda”.

Lo que Álvaro aún no sabía es que tenía fracturada la pelvis. Pero, además, estaba en el medio de la nada. Gravemente herido. Cada movimiento le generaba tal dolor que perdía el conocimiento. Nadie sabía que estaba allí.

“Estuve un par de horas en esa roca, llevaba la mochila, tenía ahí la camiseta, las llaves del coche, el teléfono, que estaba muerto, y un libro, El poder del ahora, de Eckhart Tolle. Yo esperé un poco, pero sabía que no iba pasar nadie porque en esa zona no hay ni puertos ni barcos y no es una zona en la que se pueda llegar fácilmente y muchos menos caminando, fíjate lo que me pasó por caminar por ahí. Abrí el libro y me lo puse de sombrero porque hacía mucho calor, pero también intenté leer un poco para calmarme. La marea empezó a subir y fue cuando me di cuenta de que ahí no iba a pasar nada, entonces debía nadar hasta la playa, que era mi objetivo. Y allí quizá podía encontrar a alguien. Me separaban unos 300 o 400 metros de la playa. Rodé sobre mí mismo y me tiré al mar”.

Con la cadera rota y una mano prácticamente inmovilizada, el resultado fue evidente. Pese al tremendo esfuerzo que realizó, apenas avanzó, y en lugar de acercarse a tierra firme, con cada brazada se hundía un poco más. Al intentar utilizar sus piernas, el dolor le provocaba mareos y entonces apelaba nuevamente a su brazo izquierdo, pero este solo no podía. Fueron cerca de 30 metros los que logró despegarse de la piedra, hasta que llegó un punto en el que advirtió que lo que estaba haciendo era en vano. No había forma física de alcanzar la playa en su condición, y por lo tanto no había más remedio.

“Llegó un momento en el que me di cuenta de que me iba a ahogar, cuanto mas luchaba más probabilidades de ahogarme tenía. Entonces, en un momento extraño, acepté que me iba a ahogar, simplemente dije: ‘Bueno, sabes cómo se muere la gente, luchando. Y eso es lo que te va a pasar’. De alguna manera, me relajé y pensé que ya que me iba a ahogar y era mi último momento, quería tomarme un segundo para mí. Para no morirme con esa angustia. Simplemente di gracias por mi vida, dije: ‘Entiendo lo que va a pasar ahora, y estoy preparado’”.

Completamente entregado a su situación, Álvaro se sumergió bajo el agua, cerró los ojos y se conectó con su mente. En ese instante, dejó de sentir el agua, se olvidó de las heridas y experimentó una sensación que tardó años en comprender. En cuestión de segundos, su cuerpo se recuperó casi por arte de magia. Cuando parecía que el agotamiento iba a acabar con él, su organismo encontró energía para dejar de lado el dolor y permitirle sobrevivir.

“No se qué pasó a continuación, pero simplemente me sentí flotar, volvía a ver, mi cuerpo estaba relajado y estaba en la superficie flotando. Simplemente saqué la cabeza del agua y entendía que tenía otra oportunidad, lo cual fue una sorpresa. Fue como de dormirse a despertarse, y mi cuerpo estaba recargado de energía, entonces entendí que ahora sí lo iba a conseguir, y me hice los 300 metros que faltaban sin problemas prácticamente”.

En un par de minutos, el surfista español pudo acostarse sobre la arena, descansar su cuerpo y poder, por fin, respirar sin que el agua le invadiera los pulmones. Pero su calvario estaba lejos de terminar. Por el dolor en la cintura no podía mantenerse de pie, su mano estaba gravemente herida y, para colmo, estaba varado en una playa rodeada de acantilados en la que no había absolutamente nadie. Allí, con la compañía del sol, que durante la tarde elevaba la temperatura por encima de los 30 grados, con el sonido del mar y del viento como única música, y con el océano Atlántico en frente, Álvaro volvía a estar en una situación límite. Como la mochila que traía consigo había quedado en la piedra del risco en donde había caído, lo único que tenía ahora era una camiseta, la cual se ataba a la cabeza cuando azotaban los rayos de luz y con la que luego se cubría el torso para paliar el frío nocturno. Estaba sin abrigo, sin compañía, sin comida y sin agua.

Afortunadamente, varias horas después de haber llegado hasta allí, justo antes de que anocheciera, el destino le dio un guiño. “Me arrastraba por esa playa, buscando cada cosa entre la basura que traía el mar y casi al atardecer, flotando entre dos rocas, vino mi regalo: una botellita de agua. Cuando la abrí y era agua dulce no me lo creía, de hecho me senté en la roca y recuerdo beber, ver un atardecer y me empecé a reír. ‘¿Cómo ha llegado una botella ahí en el medio de ninguna parte?’. Pensé que tenía un ángel de la guarda. Y en ese momento delante de mi cayó una pluma blanca, entonces dije: ‘Alguien se está riendo conmigo’”. En el relato de aquel momento mágico, aclaró que en el risco que estaba detrás suyo había varios nidos de aves, por lo que la pluma tiene una explicación lógica, aunque insiste en que justo cayó cuando agarró la botella, y muchos le aseguran que se trató de un mensaje divino.

Fueron 48 horas las que pasó en esa playa, hasta que finalmente decidió arrojarse al mar. Al igual que lo que le había pasado mientras colgaba del acantilado y de lo que luego le ocurrió cuando estaba agonizando en la roca, Álvaro comprendió que allí estancado no iba a vivir demasiado tiempo. Porque nadie lo encontraría, porque el lugar era inhóspito, y porque nadie sabía que estaba allí. Estaba solo. Había comenzado a alucinar. Su lucha contra las emociones era constante. Tenía hambre. Le dolía todo el cuerpo. Esa botellita no le iba a durar para siempre. Necesitaba ser rescatado, pero paradójicamente debía ser él quien encontrara a sus rescatistas.

“La noche del segundo día decidí que a la mañana siguiente me iba, que debía meterme al mar, porque era la única forma de salir de ahí, que si había conseguido nadar 300 metros, quién me decía a mí que no podía nadar 10 kilómetros. Ese era mi convencimiento. Me propuse meterme al mar y hacerlo”.

El plan era rodear la costa hasta llegar a una playa turística. Pero cuando se arrastraba hasta las olas avistó a lo lejos un punto que podía ser una salvación más cercana, y cambió de estrategia. Tras comprobar que no se trataba de una alucinación, dedujo que eso solamente podría ser un barco, aunque esa zona no correspondía a una ruta marítima, no era de pesca, y tampoco estaban en temporada. Pero con la esperanza como única herramienta, Álvaro tomó una red y una tablita que encontró, se los sujetó al brazo para hacerse una especie de remo y comenzó a nadar hacia ese punto.

Fueron menos de dos kilómetros los que recorrió como pudo hasta que se encontró flotando cerca de la pequeña embarcación. “Cuando intenté silbar en el agua, no podía. No podía siquiera levantar la voz, no tenía fuerza. Tuve que reconfigurar mi energía que conscientemente estaba en mis brazos. Había fundido toda mi energía en mis brazos. Entonces tuve que mentalmente sacar energía de mis brazos para llevarla a mis pulmones y silbar y gritar. Y menos mal que no arrancaron el motor, porque mi gran pregunta es si hubiese podido volver”.

Afortunadamente, los hombres que se encontraban allí escucharon sus gritos y rápidamente lo sacaron del agua. Eran agentes de policía que estaban disfrutando de la mañana y se sorprendieron al escuchar su historia. Pero más lo sorprendió a él lo que pasó al instante: “En cuanto me subieron a bordo entré en hipotermia, me di cuenta de que en cuanto me sentí salvado me puse blanco, a temblar y me dolía todo. Ellos me abrigaron, eso que hacía mucho calor, pero el cuerpo se sintió a salvo y entonces cedió”.

Su organismo había aguantado durante 48 horas todo el dolor, el hambre, la sed, el cansancio, el frío, el agotamiento, todas las consecuencias físicas durante mas de dos días para que pudiese sobrevivir. Y lo logró. Los médicos le descubrieron una triple fractura de pelvis y una laceración profunda en la mano derecha. Pero pese a todo, había salido adelante.

Su recuperación física llevó cerca de medio año, aunque a los tres meses y medio ya había vuelto al mar. No a surfear, porque no podía pararse en la tabla aún, pero sí a remar sobre ella. Además, necesitó muletas para caminar durante un largo tiempo hasta poder volver a movilizarse sin ayudas. A su vez, inició un tratamiento psicológico para poder comprender lo que le había sucedido, lo que le permite hoy en día a sus 44 años hablar con claridad de aquel episodio en el que se enfrentó con la muerte.

La experiencia que vivió generó una inspiración tal que fue impulsado a escribir un libro, Solo, en el que repasa lo sucedido y relata en detalle cómo fueron aquellos dos días en los que su cuerpo y su mente lo pusieron a prueba. Además, en 2018 la película Solo, dirigida por Hugo Stuven Casasnovas y protagonizada por Alain Hernández, llegó a Netflix para contar su historia de una forma que cautivó a millones de personas del otro lado de la pantalla.

Aquel septiembre de 2014 cambió para siempre la vida de Álvaro, quien hoy en día sigue disfrutando del surf, su gran pasión, pero además le permitió retomar los estudios en psicología a través de diferentes cursos para analizar él mismo todo lo que vivió en esas 48 horas. Así pudo comprender el poder de la mente y la importancia de enfocarse para salir adelante de diversos problemas. De esta manera, ahora implementa todo lo aprendido de ese drama en acciones de su vida cotidiana y también puede ayudar a otros para que hagan lo mismo, sin la necesidad de atravesar situaciones límite.

“Esa es una metáfora muy bonita para la vida. Porque nos creemos que todo es lucha, poder, fuerza y a veces la voluntad es aceptarte tú en las circunstancias en las que estás, quién eres, no cómo podrías ser. Aceptar todo sin dejar peros y eso libera tu mente del estrés, de una manera que resetea tus emociones y tu organismo”.

Por Jeremías Rodríguez para Infobae

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