Una decisión histórica que busca promover la paz mundial.
“Me invadió un demonio”: el viaje en bicicleta más famoso y lisérgico del científico que descubrió el LSD
Hace 15 años moría, en Basilea, Albert Hofmann, el científico suizo que en 1943 creó accidentalmente el LSD. Qué sintió la primera vez que lo probó. Por qué se utilizó como conejillo de indias a él mismo. Los temores por el uso indiscriminado de la sustancia. Y su oposición a los hippies. Por Matías Bauso
29/04/2023EditorHace 80 años Albert Hofmann, un brillante científico suizo treintañero, sintetizó una sustancia y dio con un hallazgo químico único y sorprendente. Fue fruto de una falla, de una búsqueda imperfecta pero afortunada. No hubo premeditación. Error, intuición y osadía se combinaron para que descubriera el LSD, la droga lisérgica que cambió la percepción de varias generaciones. “Yo no elegí al LSD. El LSD me encontró y me llamó”, dijo muchos años después.
1938. El científico suizo de 32 años buscaba, en el laboratorio Sandez, sintetizar un químico que tuviera repercusión en los sistemas respiratorio y circulatorio. Su material eran los alcaloides del ergot, un hongo parasitario que crecía en el centeno. Deseaba utilizarlo en un fármaco. Pero las pruebas no prosperaban. Las combinaciones del ácido lisérgico no daban ningún resultado. Les ponía una sigla, las desechaba y continuaba con otro ensayo. A la de la dietilamida la anotó como LSD-25. No obtuvo lo esperado pero hubo algo que lo inquietó: los animales en el que la probó se excitaron de una manera extraña sin que se modificaran sus valores físicos. Era la vigésima quinta combinación fallida. Era parte de la experimentación, un día más de trabajo. La combinación, por protocolo, se desechó y continuó con las siguientes.
Cinco años después, recordó esa fórmula y creyó que podía volver a probar. Si alguien le hubiera preguntado, no hubiera sabido argumentar por qué dedicaba su día de trabajo de un viernes de abril, a esa combinación olvidada y que ya había fracasado. Siguió su intuición, una de las herramientas de un científico inquieto (la historia de la ciencia es la de las intuiciones perseguidas hasta ser comprobadas). Trabajó en el compuesto con paciencia y cuidado, como siempre lo hacía. Este tenía potencial de convertirse en un veneno y por ese motivo no relajó los cuidados. Al rato empezó a sentirse mal y se fue a casa: “Me vi forzado a interrumpir mi trabajo en el laboratorio a media tarde. Tenía una inquietud notable y bastantes mareos. En casa me recosté y me hundí en una especie de contaminación nada desagradable. Era un estado parecido al del sueño. Con los ojos cerrados (la luz me resultaba desagradablemente deslumbrante) apareció un flujo continuo de dibujos fantásticos, formas extraordinarias con un formidable despliegue caleidoscópicos”, escribió en el reporte a su superior.
Desde hace unos años, muchas personas en distintas partes del mundo se juntan el 19 de abril para celebrar el Día de la Bicicleta, en honor del viaje de regreso a casa de Albert Hofmann en ese vehículo después de haber probado por primera vez el LSD. Fue en 1943
Dos horas después había recuperado su estado normal. Pero la cabeza le explotaba de preguntas en medio de un estado de gran placidez que, por el momento, él atribuía a que hubiera finalizado el malestar. ¿Qué había provocado el episodio? Supuso que había inhalado el cloroformo que utilizaba para las pruebas. Pero era demasiado cuidadoso como para una intoxicación tan vasta, para provocarle ese estado. Hasta que dedujo que sólo lo pudo haber provocado el LSD-25 y el único contacto que tuvo con su cuerpo: uno leve, mínimo y a través de la yema de sus dedos.
Se pasó todo el fin de semana pensando sobre el tema. El lunes entró al laboratorio dispuesto a experimentar la sustancia en su propio cuerpo. Era la única manera de comprender qué había sucedido y cuál era el alcance.
Su plan original era empezar con dosis infinitesimales, por la posible toxicidad del compuesto. Y ver en qué momento, en qué cantidad comenzaba a hacer efecto. No quería morir envenenado. Empezó con una dosis que parecía despreciable. 250 microgramos. Una dosis mil veces menor a la que hubiera utilizado en otra prueba.
Al poco de ingerirla debió pedir ayuda a su asistente. Le costaba mantenerse en pie. No podía sostener la lapicera para describir su estado, las palabras se le trababan en la garganta, como si rebotaran contra los dientes y se negaran a salir de la boca. Las distorsiones sensoriales eran muchas. Lo convencieron de que se fuera a su casa. Pero eran tiempos de la Segunda Guerra Mundial, de escasez y racionamiento, y su casa estaba a casi 10 kilómetros del laboratorio. El trayecto debía hacerlo en bicicleta. Nadie se explica cómo logró llegar a su casa. Alucinaciones, árboles que se le venían encima, nubes que serpenteaban en el asfalto, el camino cimbreaba en el vacío y los colores intensos y las formas fluidas bailaban a su alrededor. Ese viaje en bicicleta se convirtió en un ícono de la psicodelia y desde hace algunas décadas se celebra anualmente como el Albert Hofmann Bike Day (el Indio Solari tiene un tema que habla de este viaje en bicicleta: “El Tío Alberto en el Día de la Bicicleta”).
“Todo en mi campo de visión ondulaba y se veía distorsionado como si lo estuviera viendo en un espejo curvado. Sentía que no me podía mover del lugar, que no avanzaba. Después, mi asistente me dijo que, por el contrario, íbamos muy rápido.”, escribió en sus memorias Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo.
Pensó que pese a las precauciones y la mínima cantidad había ingerido un veneno mortal. Mandó a pedir leche a una vecina, un antídoto universal contra las sustancias tóxicas e hizo llamar a su médico personal.
¿Cuáles serían los efectos posteriores? ¿Cuánto duraría este estado? ¿Su mente volvería a su estado normal? ¿Se recuperaría su cuerpo? ¿Volvería a sentir sus miembros? ¿Eso era lo que sentían los que se aproximaban a la muerte? ¿Qué era lo que había encontrado? ¿Por qué tenía esa potencia?
El médico llegó rápido y lo examinó a conciencia. No le encontró nada. Sólo las pupilas dilatadas. El pulso, la respiración y la presión eran normales.
Hofmann no se podía levantar. Sentía que el sillón en el que estaba recostado lo absorbía. Los colores de las cosas lo atormentaban, eran insoportables. Las lámparas tomaban formas grotescas, las ventanas parecían monstruos amenazantes. Sentía que estaba dentro de una película animada infinita. A la vecina con su jarra de leche la vio como a un ogro, colorido pero peligroso, con una máscara que cubría su cara.
Escribió Hofmann: “Cada esfuerzo, cada intento por terminar con la desintegración del mundo exterior y con la disolución de mi ego, parecía algo vano, inútil. Me había invadido un demonio. Había tomado posesión de mi cuerpo, de mi mente, de mi alma”.
Albert Hofmann murió hace 15 años en Basilea. Tenía 102 años (Photo by Hulton-Deutsch/Hulton-Deutsch Collection/Corbis via Getty Images)
En medio de la nebulosa, del viaje lisérgico, de la confusión, la ansiedad y hasta del pánico, sabía que había encontrado algo inesperado y muy potente. El científico estaba invadido por el miedo, por la culpa de haberse excedido en la experimentación, por la preocupación de haber destrozado su cerebro para siempre. O directamente de haberse llevado hasta el borde de la muerte.
“Fui transportado a otro mundo, otro lugar, otro tiempo. Mi cuerpo parecía no sentir nada, sin vida, extraño”, dijo años después.
Pero el efecto se fue diluyendo y todo volvió, con lentitud, a la normalidad. Cuando la esposa regresó a la casa junto a sus hijos lo encontraron repuesto. Hofmann notó que la resaca era dulce y placentera, que lo rodeaba un estado de placidez, que todo a su alrededor parecía más luminoso (el mundo tenía una nueva luz). Sentía que flotaba y que su sensibilidad había aumentado. Un extraño optimismo lo dominaba.
Al día siguiente regresó al laboratorio. Comenzó a probar esa síntesis en distintos animales y a estudiar qué reacciones provocaba. Algunos se inmovilizaban, otros se excitaban, las arañas producían telarañas más trabajadas, hasta imaginativas. Los monos entraban en un estado de desidia. Los gatos ignoraban a los ratones que entraban a su jaula. Comprobó que la dosis letal debía ser 100 veces mayor a la que producía alteraciones psíquicas, mentales o perceptivas.
Hofmann llegó a la misma conclusión que había experimentado en su cuerpo. No había alteraciones fisiológicas sino que todo sucedía en la mente y en las percepciones. El LSD ampliaba el horizonte, expandía lo conocido hasta límites insospechados.
Con el tiempo insistió en que en algunas de sus muchas experiencias lisérgicas tuvo un sentimiento de amor extático y de unidad universal. “Y tener esa experiencia epifánica enriquece la vida” dijo.
Para él lo más importante no era la experiencia placentera, lo sensorialmente extraordinario, sino el sentimiento de unión con el mundo, de universalidad, de hermandad que producía. Esa especie de paz superior. Admitía e instaba su uso para fines psiquiátricos, creía que era conveniente y beneficioso.
Los hippies y la psicodelia adoptaron el LSD. Los viajes lisérgicos muchas veces terminaron mal. Los colores llamativos, las formas fluidas y ondulantes, las visiones se incorporaron a la narrativa visual de fines de los sesenta
Sin embargo alertaba sobre los efectos inesperados. Nadie sabía, en realidad, cuáles podían ser los efectos de un viaje. Depresión, experiencias terroríficas, deseos suicidas. Ese era el gran riesgo.
En los años sesenta se opuso al uso de la droga con fines meramente recreativos. Se preocupaba por el desdén frente a su poder. Alertaba contra los que alentaban el uso indiscriminado. Quería evitar los cerebros freídos. Sentía que los hippies que se habían apropiado del LSD lo banalizaban. Y los culpaba de que la sustancia hubiera sido prohibida y que no se permitiera su uso con fines terapéuticos.
Para él debía tenerse con el LSD la misma relación que tenían los pueblos primitivos con las plantas sagradas. Respetuosa, cautelosa, reverencial, espaciada en un ámbito de cuidado, con una búsqueda espiritual.
Consideraba su descubrimiento como una medicina para el alma.
En sus últimos años de su vida dejó de utilizar LSD. “Ya experimenté demasiado”, dijo. Y sólo aceptó que podría volver a la experiencia lisérgica nada más que en un momento cercano a la muerte, como había hecho en su momento Aldous Huxley (uno de sus amigos psicodélicos como Allen Gisnberg o Ken Kesey, aunque este le parecía demasiado egocéntrico y exhibicionista), que aquejado por un invasivo cáncer de garganta le pidió a su esposa que le suministrara LSD en sus momentos finales, una despedida alucinógena, caleidoscópica y lisérgica.
Albert Hofmann fue un científico muy respetado y prestigioso. Dirigió el departamento de investigación de medicinas naturales del laboratorio hasta su jubilación, integró el Comité Nobel, la Academia Mundial de Ciencias, publicó centenares de trabajos científicos y hasta fue nombrado en el 2006 como el mayor genio vivo por el diario británico The Telegraph.
Nadie puede afirmar que la longevidad es uno de los efectos del LSD. Sin embargo, Albert Hofmann vivió 102 años. Murió el 29 de abril de 2008, quince años atrás, en Basilea.
Infobae
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