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El Papa que vendió el cielo: crónica del pontificado más oscuro de la historia
Entre orgías, asesinatos y traiciones, se forjó uno de los capítulos más bochornosos en la historia de la Iglesia. Fue en el siglo XI, en una Roma desgarrada por la ambición de familias nobles, donde el papado cayó en su mayor abismo moral. Al centro de esa tormenta: Benedicto IX, el único hombre que llegó a ocupar el trono de San Pedro tres veces y que terminó por venderlo como quien subasta una reliquia sagrada.
30/04/2025


Roma en guerra consigo misma
En el año 1032, la Ciudad Eterna ya no era el faro espiritual del mundo cristiano, sino el botín de una guerra sin cuartel entre clanes aristocráticos. Entre ellos, los Condes de Túsculo dominaban como señores feudales, imponiendo su voluntad sobre el clero y la política papal. Desde esa estirpe emergió Teofilacto de Túsculo, quien, con apenas once o veinte años —las crónicas varían— fue impuesto como papa bajo el nombre de Benedicto IX. No fue la fe ni la virtud lo que lo llevó al trono, sino el oro de su padre, Alberico III, y la corrupción del clero romano.
Un papado sin alma
Los relatos de la época son unánimes en su repudio. Lo acusan de violaciones, asesinatos, sodomía, y de convertir el Palacio de Letrán en escenario de orgías impías. San Pedro Damián lo describió como un “monstruo”; el historiador Gregorovius, como un “demonio del infierno con sotana”. Bajo su mando, la Iglesia dejó de ser guía espiritual para convertirse en objeto de escarnio y desesperanza.
La situación se volvió insostenible. En 1044, tras años de excesos, una revuelta popular lo expulsó de Roma. Pero regresó, apoyado por las armas de su familia. Retomó el trono y, apenas un año después, protagonizó un hecho sin precedentes: vendió el papado.
El precio del perdón
La transacción fue escandalosa incluso para los estándares medievales. Por una suma estimada en 1.500 libras de oro —unos 20 millones de dólares actuales— Benedicto IX cedió la Silla de Pedro a su padrino, Juan Graciano, un hombre piadoso que adoptó el nombre de Gregorio VI. La motivación fue, en apariencia, noble: rescatar a la Iglesia de la corrupción. Pero el acto, por más bienintencionado que fuera, caía en la simonía, el delito de comerciar con lo sagrado.
El escándalo no terminó allí. Benedicto se arrepintió. Intentó regresar al poder, mientras otro aspirante, Silvestre III, también reclamaba el trono. Roma llegó a tener tres papas en simultáneo. La confusión era total, el desprestigio, irreversible.
La intervención imperial
La descomposición institucional obligó a intervenir al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique III. En 1046, cruzó los Alpes y convocó el Concilio de Sutri. En un acto fulminante, destituyó a los tres pontífices. En su lugar, designó a Clemente II, un obispo alemán cuya primera acción fue coronar al propio Enrique. Así comenzaba una nueva etapa: el imperio se hacía con las riendas del papado.
Pero ni siquiera eso alcanzó para frenar a Benedicto IX. Tras la muerte súbita de Clemente II, volvió a Roma y asumió el poder por tercera vez. Su último reinado duró apenas ocho meses. En julio de 1048, fue expulsado definitivamente por fuerzas imperiales.
¿Monstruo o chivo expiatorio?
Excomulgado y apartado de la vida pública, su final es incierto. Algunas fuentes afirman que murió en penitencia, guiado por un santo; otras, que continuó conspirando hasta el final de sus días. El historiador Reginald Lane Poole sugiere que, aunque sus crímenes fueron reales, su figura pudo haber sido exagerada por reformistas posteriores para justificar una limpieza radical en la Iglesia.
Sea cual fuere la verdad completa, Benedicto IX dejó una marca indeleble. Su nombre se convirtió en sinónimo de decadencia moral, de la fe vendida al mejor postor. Fue el punto más bajo de una institución que se había desviado de su misión original.
La herida que impulsó el cambio
De aquel desastre surgió una reacción. En 1059, la Iglesia estableció nuevas reglas para la elección papal, alejándola del control de las familias nobles. Comenzó una etapa de reformas profundas que, aunque tardías, sentaron las bases para la renovación eclesiástica.
El caso de Benedicto IX es más que una curiosidad histórica: es una advertencia. Muestra cómo el poder, sin ética ni espiritualidad, puede arrastrar incluso a las instituciones más sagradas al abismo. Y recuerda que no hay redención posible cuando la fe es usada como moneda de cambio.



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