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DIALOGAR PARA NO MORIR
¿Hay ocultamente en toda afirmación en el diálogo este temor, que sería así más que meramente ocasional? ¿Está así el diálogo como tal siempre en peligro?
05/01/2025 Por Néstor A. Corona.Cabe entender la violencia, en un primer momento, como la separación respecto del otro y, en un segundo momento, como la vuelta hacia el otro afirmándolo, ya como totalmente otro, para negarlo nuevamente de modo radical en un movimiento de supresión. Este complejo movimiento, que nace en la propia conciencia –pensamiento y palabra- y hacia la conciencia ajena no puede no tender, aunque no llegue a ello, a la supresión física del otro, pues la conciencia de ese otro –pensamiento y palabra-, por inseparable de su cuerpo físico, podría siempre surgir.
En cuanto somos mutuamente otros, no lo somos sino porque, precisamente como otros, nos habemos uno hacia el otro, como conciencia con voz, como hablantes uno con otro: en sociedad.
El lenguaje como tal da testimonio, o mejor, es el lugar de lo social del hombre, o aún mejor aquello por lo cual somos hombres como seres sociales.
Ahora bien, suprimir al otro, comenzando por la supresión del habla del verdadero diálogo, para eventualmente llegar a la supresión física, es tanto como renunciar a ser hablante, esto es , a ser hombre.
En el verdadero diálogo se da el mutuo reconocimiento, que es unidad en la diferencia: algo une, va uniendo a los que dialogan. La unión en la diferencia, la diferencia en la unión se va dando, sin que nunca se alcance la unidad como supresión de la diferencia, donde ya no habría uno-con-otro. La unidad de la sociedad-diálogo es así histórica, tiene su tiempo, hace el tiempo; el tiempo se hace en ella.
¿Pero cómo se da y dándose se muestra el auténtico diálogo, que entonces no es la imposición, hasta la supresión, del otro; ni la mera escucha, la concesión graciosa, tolerante del espacio para la palabra ajena, para retomar, sin mella, el propio discurso?
Convendrá comenzar por el análisis de un simple diálogo interpersonal –una “miniatura”-, a fin de precisar la estructura general de todo diálogo.
El diálogo en presencia de los interlocutores está hecho de mutuas preguntas (“¿qué dice usted?”) y respuestas acerca de algo, alguna “cosa” (tema: aquello de lo que se habla) cuyas mínimas, iniciales, quizás “exteriores” características se dan por compartidas en la comprensión de cada uno: un supuesto (un “sujeto” de predicados) aceptado –al menos en el principio-.
Allí comienzan las preguntas y las respuestas. En las respuestas, quien responde diciendo algo de la cosa –sus “predicados”-, con ello explicita lo que la cosa –para él- es; así va dando las notas que constituyen lo propio de la cosa.
Si cada respuesta (por ejemplo al “¿Qué dice Usted?”); como progresiva determinación de la riqueza de la cosa, puede continuarse pacíficamente con las anteriores respuestas-determinaciones del otro dialogante, podrán ambos interlocutores advertir que se está tratando de la misma cosa, inicialmente pobre en determinaciones.
Ahora bien, esas determinaciones pertenecen a la misma cosa y surgen a la mirada de cada interlocutor dirigida a ella. Pero precisamente la cuestión es esa mirada que, en cada caso, es la de cada interlocutor. Esa mirada proviene de un propio “ángulo de visión”, ángulo de visión que, justamente, hace que cada interlocutor sea él mismo y no el otro.
Lo que se llama ángulo de visión son los pre-juicios, precomprensiones –donde no falta lo afectivo con su propia lucidez- que constituyen el mundo, el horizonte particular de cada dialogante, que lo cualifica y que, como comprensor, [1]esto es como hombre, hace que sea tal hombre, este hombre. Comprensiones ya habidas, presentes en principio a-reflexivamente, presupuestos, pre-juicios según los cuales el hablante pre-ve todo y orienta su comprender y actuar en cada caso, y que así hacen su persona como actor en la vida.
Desde ese mundo de precomprensión, en ese mundo, mirada la cosa, ésta despliega tal o cual propiedad. En rigor, la cosa, ubicada desde el comienzo bajo esa mirada, en ese mundo, deja que se vea algo de ella. Ese mundo, así, deja ver tales cualidades y no deja ver tales otras…que se podrán desplegar con la mirada que procede desde el mundo particular del otro interlocutor.
Con mayor precisión. La entrada de la cosa en ese mundo, en cada caso, ha sido posible porque se ha dado allí una cierta afinidad-correspondencia entre ambos –entre la cosa y las precomprensiones-. En medio de esa afinidad las precomprensiones correspondientes se desplegarán ya como propiedades-“predicados” de la cosa (o del sujeto).
Los nuevos predicados-cualidades de la cosa que cada interlocutor aporta, resultan del mundo-horizonte (precomprensión no explícita en principio) cada vez distinto en cada interlocutor, excitados por la presencia de la cosa, esto es por el encuentro con ella; y así algo del mundo de ambos interlocutores se hace explícito; y con ello algo de ambos mundos personales se fusiona[2]- . Desde mundo-horizonte y hacia la cosa, esto es mirando hacia la cosa desde horizonte-mundo –éste actuando en principio inadvertidamente- se generan nuevos predicados de la cosa, de algún modo ya presentes o sugeridos en ese mundo. La cosa, enriquecida por los nuevos predicados que va aportando cada interlocutor, va suscitando cada vez, sin fin, nuevos predicados.
Así crecen la cosa y los interlocutores (sus mundos), según el movimiento de la historia, sin confundirse, sino “amigando-se” paulatinamente.
En el diálogo, propiamente también se va haciendo presente, indirecta, veladamente, en oblicuo el mundo-horizonte de cada interlocutor y así, con ello, quién es el otro: a propósito de la “cosa”, una progresiva fusión de horizontes, un crecimiento “mundano”, que es a la vez un progresivo camino de amistad, en el camino de la verdad, del develamiento de la cosa.
En la fusión de horizontes, que es en verdad ampliación de un horizonte, cada interlocutor deviene otro, siendo él mismo. En tal ampliación de horizonte no se pierde lo propio de cada interlocutor sino que ambos se coordinan. Así, en el diálogo, propiamente también se va haciendo presente, indirecta, veladamente, en oblicuo el mundo-horizonte de cada interlocutor y así, con ello, quién es el otro: a propósito de la “cosa”, una progresiva fusión de horizontes, un crecimiento “mundano”, que es a la vez un progresivo camino de amistad, en el camino de la verdad de la cosa. Ambos se copertenecen en un mundo mayor. Así, queda sellado en el nivel inter-personal un nosotros amistoso que se inició en el diálogo como mutuo preguntarse y responderse. La ampliación del horizonte –y el horizonte hace lo personal- es entonces crecimiento de cada uno en un nosotros. Tal horizonte así inter-personal es potencialmente de crecimiento permanente, al paso del crecimiento permanente de la verdad de la cosa. Se trata de la historia…
Es claro que el diálogo puede extenderse y ramificarse en cuanto el “tema” y sus progresivas determinaciones mostrarán conexión con otros temas. También es claro que el diálogo puede detenerse –no clausurarse- en determinados momentos. Es el caso en que uno de los aportes de los interlocutores se muestra incompatible con el del otro, y ello en relación con el “núcleo duro” de la cosa compartida en el comienzo y hasta ese momento. En tal caso se ha de retirar el “predicado” aportado; tal el silencio provisional del diálogo (de no mediar una terca afirmación –de lo que se hablará luego-).
La cosa y los distintos mundos personales han dado lugar a la aparición de la mismidad comprensora, esto es lo humano de cada interlocutor. En verdad, la cosa y los distintos mundos, ambos, no sin el hombre, no sin cada interlocutor, son lo que ha dirigido el diálogo; los interlocutores, en el auténtico diálogo en presencia, son imprescindibles actores de una historia de la verdad de la “cosa”, que ha de ser sin fin. Ha comenzado, para cada interlocutor, el camino de ser “sí mismo como otro” (la expresión es de P. Ricoeur, pero en otro contexto) con el otro.
Dos mundos, dos interlocutores se han abrazado –casi sin querer- a propósito de una cosa que, así, en ese abrazo, se ha desplegado…y se desplegará. Dos interlocutores, uno y otro, uno con el otro, han crecido allí, como socios, como amigos, con el crecimiento de la cosa.
Lo contrario de ese abrazo que se va desplegando en el diálogo es el mantenerse férreamente cada interlocutor en su propio mundo y, desde allí, el juzgar la cosa, empecinadamente, según él mismo; un “mantenerse en los propios principios”. En verdad no hay allí diálogo; y ese proceder se puede calificar como “ideologismo” (más allá del sentido preciso que el término “ideología” pueda tener en el contexto de una filosofía de cuño marxista); ideologismo en el que pueden discernirse elementos afectivos muy personales, que hacen al temor de perder la seguridad de sí mismo e impiden así el camino señalado de ser “sí mismo como otro”, en la compañía del otro (más adelante habrá que ocuparse también de esta cuestión).
Dos aportes, por parte de cada uno de los interlocutores, pueden mostrarse incompatibles no meramente abstractamente entre sí, sino –y es lo que importa- “probados” en el yunque de la cosa, o bien según las cualidades que ella muestra tempranamente en el punto “elemental” de partida, o bien avanzados ya el diálogo y la riqueza de la cosa, resultado precisamente del punto alcanzado en el diálogo. Aquí puede darse la interrupción del diálogo por el empecinamiento señalado (luego habrá que ocuparse también de esta cuestión).
Aquel abrazo implicado en el diálogo puede ser explicitado, reconocido y efectuado en la acción en común que podrá seguir a las palabras. En verdad acción una con momentos diferentes, sucesivos o contemporáneos –no opuestos- y complementarios, según las señaladas diferencias “amigadas” de los interlocutores.
El auténtico diálogo es la paz de un abrazo de dos hombres (o grupos en un diálogo multilateral), no la confusión y mucho menos una contienda en la que se pretenda suprimir al otro: unión en la diferencia, en la que la “cosa” crece; es ella la que ha provocado el proceso de la unión.
Así, las diferencias humanas en la sociedad no son violencia que, en el extremo, deba recurrir a una Suprema Violencia para alcanzar la convivencia; Suprema Violencia[3] que, finalmente, pasa a ser simplemente supresión del otro…en una sociedad (¿) uniforme, dirigida así por los más violentos.
Por el auténtico diálogo y sus diferencias a una vida en común en paz amistosa.
Pero lo hasta aquí presentado exige una ampliación, a partir de la cual, como se verá, todo aparecerá en una nueva luz y en un nuevo escenario.
Se ha hablado hasta aquí de los horizontes personales de los interlocutores individuales en presencia y del papel que juegan sus mundos. Ahora bien, tales mundos personales son lugar propio, precisamente personal, de resonancia particularizada de precomprensiones que constituyen un más amplio mundo cultural, propio de una determinada época.
Tal mundo cultural es una tradición-herencia que abarca y cualifica los mundos personales, que son momentos de aquel mundo mayor. Esto puede ser paulatinamente advertido –precisamente en el diálogo interpersonal- por los mismos interlocutores, que así se ven a sí mismos deudores de algo que los precede y abarca como individuos.
El mundo cultural de nuestra época no es un todo simplemente homogéneo, como ningún mundo cultural lo es; pero, además, este mundo no se presenta como un todo con estratos jerárquicamente ordenados. Este mundo postmoderno, precisamente, incluye elementos de distinta naturaleza que de una u otra manera se disputan la primacía en la determinación de la cualidad de la vida de nuestra época. Se puede quizás hablar de un mundo en movimientos de cierta disputa o en tensa homogeneidad –mundo uno precisamente en esa disputa-. Así por ejemplo, simplificando, se pueden discernir concepciones de la naturaleza, del hombre –en todos sus despliegues- y de la historia que pugnan entre sí: desde una visión cientificista-naturalista-calculadora, hasta una visión humanista –con distintos matices- que se niega a reducirlo todo a cualquier objetivación calculable. Y ambas visiones dicen lo suyo –y lo “dicen” en medio de y con un temple afectivo propio epocal- en todos los ámbitos de lo real: economía, sociología, política, arte, filosofía, creencias religiosas…
Así entonces, sucederá que cada uno de los interlocutores podría proceder en sus juicios, en una misma época nuestra, a partir de un momento distinto del mundo cultural que a ambos determina. En fin, ambos se hallan en medio de una sociedad marcada por el pluralismo cultural.
De este modo, con la vigencia predominante de una “parte” del mundo en uno de los interlocutores, parecería que un encuentro amistoso dialogante sería imposible: los predicados de los dialogantes serían siempre in-composibles. La amistad social no tendría posibilidad alguna. “Ser sí mismo como otro” con el otro parecería ser imposible.
¿Pero es esto simplemente así? ¿No tienen nuestro mundo epocal y sus actores otros aspectos que los señalados?
El discernimiento de ese mundo epocal plural –como se señalara, un mundo conflictivo, en tensión- excede así en principio las posibilidades de reflexión de “cualquier” individuo en un diálogo particular. Llegados cada uno al nivel de sus mundos científico o humanista, los dialogantes se ven necesitados de pasar a otro nivel.
Pero por cierto se debe observar que en distintos lugares del “saber” dado se advierte la presencia de concepciones mixtas que intentan una complementación –más o menos lograda- de las dos visiones extremas mencionadas. Se trata de intentos, a través de un complejo diálogo, de alcanzar una integración del saber. Y antes, en cada una de esas amplias concepciones, se habrá dado el diálogo, en cada ámbito, con “instrumentos” de conocimiento diversos. Se tratará, en cada caso, de una interdisciplinariedad (esto exigiría una específica consideración).
El diálogo en el que se van descubriendo, haciéndose explícitos –y fusionándose- los prejuicios “mundanos” personales, y en el que se atisban horizontes más amplios, se puede prolongar, continuar, ahora precisamente desde aquel atisbo de ese mundo más amplio, que aparece conflictivo, en un diálogo de otro nivel, a la altura del nuevo nivel advertido: se tratará de actores dialogantes de otro nivel –actores que por cierto podrán ser los mismos anteriores “autopromocionados”-. Aquí acontece, en un nuevo nivel, la fusión, esto es ampliación, coordinación de horizontes que se señalara, y que es el crecimiento de un nosotros. Aquí se ubicará el diálogo que se ha llamado integración del saber. Si se tiene en cuenta lo recién señalado, se trata de un diálogo que se va conformando entre varios interlocutores.
Ese diálogo, que viene exigido por el diálogo interpersonal en presencia –fue el punto de partida- inmediato, concreto, precisamente por ello estará al servicio del encuentro dialogal de esos “de más abajo”, que deben decidir y actuar en lo concreto cotidiano. Este diálogo mayor será también un preguntar y responder, aunque ello no se de en forma explícita.
Ahora, en este nuevo nivel, será posible, además, salvar las posibles discrepancias del primer nivel personal, precisamente allí donde el avance del diálogo parece no dar posibilidad de progresar hacia la concordancia: allí donde los “predicados” parecen pertenecer a ámbitos culturales distintos de comprensión[4].
En este nivel se darán representantes de los extremos de comprensión señalados anteriormente, desplegando por cierto sus propios discursos; pero en tales discursos podrán quizás, en diálogo cada uno con el otro –el del otro discurso cualificado culturalmente-, discernir sus propios distintos pre-supuestos y quizás llegar a advertir, cada uno, sus propios límites y allí mismo su propia cierta mutua continuidad: experiencia de límites e impulso a superarlos hacia el otro: deseo de amistad, deseo de ser “sí mismo como el otro” con el otro.
La (s) cosa(s) en diálogo en este nivel –el del intento de integración del saber- estará caracterizada por su universalidad, pues se trata en rigor del hombre en todas sus dimensiones; de la naturaleza en todos sus recovecos; y quizás del posible “fundamento” de todo. La universalidad de que se trata será no una mera generalidad, sino la cuestión de la radical profundidad de cada ámbito. Se trata de todas las ramas del comprender y valorar humanos, “tironeadas” a su vez por la cualidad de los extremos de comprensión señalados. Para decir esto último simplemente: ciencias y humanidades.
¿Pero es este diálogo hoy posible?
En nuestro tiempo postmoderno es posible ese diálogo –en el que se abre un nuevo mundo- gracias a su reconocimiento de la “debilidad de la razón”. En particular ello significa el rechazo de los discursos únicos omniabarcantes de la razón objetiva filosófica y el paralelo reconocimiento de los límites de la razón científica. Todo ello significa, concomitantemente, el reconocimiento de la “efectividad de la historia” y la aceptación de discursos “no racionales”, simbólicos, propios de las tradiciones religiosas, ellas mismas reconocidas y aceptadas en su diversidad. Se abre así, desde las ciencias y desde las filosofías habidas, el espacio para el diálogo hasta el nivel de lo último, lo sacral humano.
Este último reconocimiento de lo propio de las experiencias religiosas, que implica la imposibilidad de cernir lo divino (lo Innominable), abre allí mismo el espacio para el diálogo precisamente interreligioso en el nivel de lo simbólico. A su vez, el reconocimiento también de un discurso conceptual segundo, hermenéutico existenciario, sistemático -siempre en desventaja frente a lo simbólico y así siempre abierto como sistema- hace posible extender el diálogo con la conceptualidad científica y de las filosofías –ellas mismas “bien dispuestas” como se señalara-.
Está así abierto el espacio para un amplio diálogo, y ello significa, a la vez, la presencia en amistad de todas las diversidades. Es claro que este así hablarse de los hombres, desde lo personal inmediato –nuestro punto de partida- hasta el más amplio e inacabable diálogo entre distintas configuraciones culturales en una misma época es el lugar de una sociedad plural y pacífica.
Por cierto todo esto es posible si se da la comunicación-continuidad entre lo particular inmediato y lo que se ha llamado lo universal, lo cual supone la interlocución de ambos niveles –posible en una misma persona-. Este alzarse a lo universal para volver a lo inmediato, para volver a alzarse –un ir y venir sin fin- requeriría lugares-instituciones de la vida social. Allí deberán entrecruzarse, hablando, comunidades inmediatas de base de todo tipo, agrupaciones políticas con sus actores, universidades, cámaras parlamentarias legislativas, gestores gubernamentales…
Dos cuestiones quedan aún pendientes a partir de todo lo dicho. En primer lugar corresponde preguntarse por la raíz de los empecinamientos, en cualquier nivel, en el propio discurso, algo que, precisamente, clausura el diálogo.
¿Qué puede discernirse mínimamente en el abroquelamiento de un interlocutor? Ya se ha dicho que en toda comprensión juega su papel la afectividad. Toda afirmación en un diálogo es a la vez una visión y exposición de algo –un predicado- y una cierta afirmación de sí mismo. Quien habla dice algo y se dice, se afirma en el espacio público, dice “aquí estoy”. La afectividad envuelve allí, y siempre, a lo dicho y a quien se hace su vocero.
¿Qué sucede en el encierro en la propia expresión, como clausura abrupta del diálogo? ¿No hay allí un temor, el temor a ser desplazado, el temor a perder la presencia propia en la expresión de lo dicho? Aquí podrá decir lo suyo el psicoanálisis. Sería el temor a una cierta muerte como desaparición del escenario público del habla. Ante la amenaza de esa muerte la reacción es la fuerte sobreafirmación de lo dicho en el propio decir.
¿Hay ocultamente en toda afirmación en el diálogo este temor, que sería así más que meramente ocasional? ¿Está así el diálogo como tal siempre en peligro?
Pero en contrario ¿por qué este temor y su muerte puede no hacerse presente, o mejor, hacerse presente y ser vencido, y así dar lugar a un diálogo fluido, permanente, pacífico?
Anteriormente se advirtió que la fusión de horizontes era propiamente una ampliación de un horizonte común a los interlocutores. Si esto es así, se puede pensar en un horizonte cada vez más amplio, por principio sin fin. Este horizonte ilimitado –que va haciendo avanzar el diálogo- la filosofía lo ha advertido en muchos momentos de su historia y se le ha presentado como ser: principio ilimitado, inabarcable de comprensión de todo, implícito en principio, que todo lo penetra y que hace interminable todo discurso, todo diálogo.
Pero en otro de sus pasos, el pensamiento de origen filosófico, pero más cercano a la vida y así anterior a la especulación filosófica, ha advertido la presencia de ese horizonte total, precisamente en los extremos de la lucidez de la vida.
Quizás en la percepción refleja –en el diálogo- de lo interminable de todo diálogo, algo de ese extremo se pueda advertir oscuramente.
Hay una situación radical, seguramente pariente de las situaciones de temor anotadas, en la que aquel extremo se manifiesta: se trata ahora de la ambivalente angustia. La angustia es reveladora. En primer lugar negativamente: todo pierde significatividad; ya ninguna cosa me es, ni práctica ni teoréticamente, y así tampoco me soy propiamente; no hay qué me afecte y me haga afectado y así ser propiamente, no hay ya palabras; es la muerte en vida.
Pero allí mismo puede manifestarse todo en otra significatividad; las cosas pueden serme de otra manera y hablarme de otra manera; nace otro lenguaje.
Sobre el trasfondo negativo de la angustiante nada de la muerte se da una novedad real positiva que avanza, manifestándose en palabras metafóricas, cordiales, en los símbolos en los que se muestra sí la muerte, pero en ella se asoma ahora lo Imposible que, así, transforma la muerte de la vida en promesa de vida de cara y desde lo Sagrado: el amplísimo nuevo mundo-horizonte, en las regiones extremas de todo diálogo; el horizonte sin fin. El suave vértigo ante el Abismo.
La nada como la imposibilidad de todo lo que me es posible hasta entonces, es la posibilidad de lo Otro, lo Imposible y lo que Ello muestra, a saber los imposibles que orbitan en torno a lo Imposible: me son otro mundo, otras palabras.
De la muerte pública a mi muerte; del yo público a mí mismo, no sin lo Imposible.
De cara a lo Sagrado y en sus múltiples manifestaciones, precisamente, se abre entre ellas un nuevo diálogo. Ya antes, al alcanzar el amplio horizonte abarcador donde se fusionan en tensión las distintas culturas, se había advertido la presencia del intercambio dialogal entre las creencias religiosas.
Pero hay diferencia entre los dos diálogos. El primer diálogo puede entenderse como teórico-práctico. Si la afectividad obra siempre, tanto más aquí en razón del “tema”: el afecto obra, aunque no determina con su luz a la “razón” y su teoría.
El segundo diálogo es absolutamente “práctico”, o mejor vital-existencial, definitorio de la vida propia. El afecto, el ser-afectado prima e ilumina y transfigura a la teoría: la afectividad ha desplegado plenamente su propia luz. El hombre se determina en el ser afectado. Aunque la duda permanezca, ¿cómo no dudar ante lo Otro?: la insidiosa razón vuelve siempre.
Y en esa duda se trata aún de un diálogo, pues el auténtico creyente es consciente de lo Inabarcable, más allá de su propia fe, en todo posible interlocutor. Y puede aún ser cierto diálogo en la soledad de sí mismo.
Dialogar para vivir.
No es difícil advertir que no existe en nuestra Argentina, en el nivel arquitectónico propio de la política, el diálogo de amigos o simplemente, conforme con lo que se acabe de señalar, el diálogo. Según todo lo que antecede, allí estaría la causa de la evidente falta de paz social, que puede llegar a ser violencia física.
Precisamente, el nivel del deseado diálogo político es arquitectónico no sólo porque armonizaría, en el nivel propiamente humano, todas las dimensiones más particulares de los intereses humanos, sino en especial porque, hallándose así en esa cima armonizadora de las actividades que procuran los bienes de los hombres, sus actos tienen la mayor exposición ante los miembros todos de la sociedad.
Por otra parte, sus palabras, por alcanzar lo humano como tal, son –o deberían ser- más accesibles para el ciudadano común; y por estar así en lo más humano, y por ello en lo más general y lo más profundo –entonces no lo más general en sentido de lo vago, impreciso-, que es la cima –o el fondo-fundamento- organizadora del todo, las palabras en auténtico diálogo de los políticos tendrían también el carácter de ejemplo. Ejemplo que cono tal puede contagiar, pues la exposición de lo humano como tal no puede no interpelar, atraer y así mover a hablar y actuar en unión-y-diferencia, como se dijera en el final de la caracterización del diálogo.
Néstor A. Corona.
El Dr. Néstor A. Corona DBI 4393920. Ex decano fac. Filosofía UCA. Profesor emérito.
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