Isidoro, 12 años en la residencia sin una visita: "No pienso en eso, pero soy el que más solo está de todos"

Fue abandonado por su madre en un orfanato, nunca conoció a sus hermanos. Desde que entró en una residencia de Pamplona en 2010 nadie ha ido a visitarle. El 45% de los españoles mayores de 65 años se siente solo

General 30/11/2022 Editor Editor

De las tres madres que perdió, la que menos pena le dio a Isidoro fue la primera.

Aquella que lo abandonó a los cuatro años en un orfanato se llamaba Felisa.

La que lo acogió al terminar la mili se llamaba Lucía.

La que se lo llevó a vivir cuando estaba prácticamente en la calle se llamaba Natividad.

Y desde la muerte de aquella tercera mujer en 2015, otro nombre femenino: soledad. Una soledad de niño de 75 años. Una soledad polifónica de huérfano de padres y de primos y de tías y de esposa y de hijos y de todo. Una soledad que llama la atención entre los solos.

Se llama Isidoro Asurmendi Goyena, tiene una pierna de menos y una biografía de más. Sonríe de lado arrugando media cara igual que Robert De Niro. Jugó al fútbol. Tuvo un perro. Se llevó hostias de las monjas. En el orfanato, jugaba «al marro, a las canicas, al pañuelo». No tiene descendencia, ni familia conocida, ni amigos que vengan a verlo. Y lo poco más que sabemos del hombre sin rastro y sin visitas está en el historial que tienen en la residencia Amavir en la localidad de Mutilva (Pamplona), un lugar lleno de luz donde 185 mayores cosen, colorean, crecen, juegan y esperan.

De los 400.000 ancianos que hay viviendo como residentes en España, la historia de Isidoro es paradigmática de la soledad.

Begoña nos dice que van a verla el hermano y la cuñada.

Serafina nos cuenta que nunca falta el hijo.

Pero, desde que ingresó en 2010, Isidoro Asurmendi Goyena lleva 12 años sin recibir una visita como tal.

-Hoy está nervioso -nos anuncia una trabajadora social-. Al margen de algún voluntario que vino a verlo, sois su primera visita en muchísimo tiempo.

La residencia de mayores tiene 7.784 metros cuadrados (jardín aparte), pero es en la habitación 112 donde el hombre hace ovillo entre el letargo y la desmemoria.

Hoy Isidoro se afeita como nunca. Se pone una camisa blanca y un jersey de color crema. Se viste con un pantalón gris y se calza una sola zapatilla de cuadros (la derecha), porque nada más que conserva una pierna. Y todo lo hace porque al fin tiene visita.

«Estoy como la una, solo. No pienso mucho en eso, claro, pero soy el que más solo está de todos. Por algo me llaman El Llanero Solitario», echa a hablar. «Familiares no tengo ninguno. Tenía amigos, eso sí, pero no vienen aquí. A veces, algunos días, los veo (a los otros) y me dan envidia en la residencia. Pienso en la suerte que tienen ellos y yo no. La suerte de una visita».

A falta de fotos de nietos o de comuniones o de un retrato de bodas, Isidoro tiene un animalario más o menos ajeno desplegado por las paredes de su cuarto. Fotos que recorta de revistas o imágenes que colorea cuando no tiene otra cosa que hacer porque no ponen una de vaqueros. Como si fuera gente a la que esperase.

Imágenes del Papa Francisco y de guitarras. Una foto de un perro llamado Tuercas. Otra de Nati, la última mujer que hizo las veces de madre. Recortables de jirafas, caballos y guitarras. Un escudo del Osasuna. La cara de Ernest Hemingway con una corona que le ha colocado él.

A Isidoro le ocurre un poco lo que a aquel sargento japonés que estuvo 28 años en soledad y escondido pensando que no había terminado la Segunda Guerra Mundial.

Nos lo recuerda cuando señala el recorte de la pared y habla de Hemingway como si todavía estuviera vivo. En presente. Entonces le anunciamos que hace más de 60 años que murió.

-Vaya -dice.

En su gesto hay una mezcla de disgusto y extrañeza. Como si hubiese vuelto a perder en una partida que no vemos.

Los datos generales concluyen que, en España, el 40% de los mayores de 65 años se siente solo (más ellas que ellos). Y luego está lo de Isidoro.

En la residencia tienen constancia de que nació un 2 de enero de 1947, de que arrastra cierta «discapacidad intelectual», de que es un «dependiente moderado», de que «hace mucha vida en la habitación», de que no padece sintomatología ansiosa ni depresiva, de que maneja un lenguaje «poco fluido, pero espontáneo y coherente», de que ocupa plaza concertada desde «noviembre de 2010», de que pesa 61,700 kilos y de que -si contáramos la parte amputada que no existe, como se hace en las estimaciones médicas- Isidoro al completo pesaría un 11% más y se iría a los 68,500.

Esa es la pregunta: ¿cómo sería un Isidoro en plenitud sin la parte amputada de su vida?

¿Cuánto más pesaría si no hubiese sido abandonado por sus padres en el orfanato de Pamplona a los cuatro años, si no hubiese perdido a la familia que se hizo cargo de él al poco de acabar la mili, si no hubiese vivido en situación de calle después? ¿Cómo sería si, en definitiva, hubiese tenido un gran amor o al menos una hija que vinieran a verlo a la residencia aunque fuera una vez cada tres meses?

«Nací en Potes (Santander). En el orfanato me abandonaron cuando tenía cuatro años. Tuve tres hermanos, mi padre se llamaba Ramón y mi madre, Felisa. Todo eso me lo dijeron las monjas, claro... No sé si es que se lo inventaron para que tuviera una vida. Porque nunca supe de ellos. Sí que recuerdo la pena del principio de no ver a mis padres. Me acuerdo de que, cada vez que le preguntaba por mis padres a Sor Luciana, Sor Juana o Sor Celestina, ellas me decían lo mismo: 'Dios se los ha llevado'... Allí jugaba al marro, a las canicas, al pañuelo».

Son levantados a las ocho de la mañana y a las nueve y media desayunan. Asisten a la lectura del periódico en voz alta y comentan las noticias. Luego unos se acercan al gimnasio, otros van a terapia ocupacional, otros entran a la sala de animación con la psicóloga. Comerán a la una. Merendarán a las cuatro. Habrá momentos de ocio compartido por la tarde. Cenarán a las siete y media. Y antes -casi siempre entre las cinco y las siete- habrá un espacio en blanco para Isidoro, ese rato de niño que se relame mirando en el escaparate de los demás: mientras otros reciben visitas diarias de familiares, él está en su habitación. Viendo una de «Lívancli» (léase Lee Van Clif), dice. Solo ante el peligro con una de «Garicope» (entiéndase Gary Cooper).

  

«La sociedad mira poco a sus mayores. Cada vez negamos más la enfermedad, la decrepitud nos hace mirar para otro lado», comenta la trabajadora social Yolanda Ezcurra mientras empuja la silla de ruedas de Isidoro. «En su caso, yo veo a un hombre que tiene una biografía de soledades, pero que también se siente cómodo así. Imagino que le faltan afectos, que tiene carencias afectivas por la vida que tuvo, pero es feliz y agradecido».

«Mi generación ha tenido derechos, pero no obligaciones», señala su compañera María José Vargas. «Nos hemos acostumbrado a vivir de una manera libre, y la dependencia de nuestros mayores nos supone una carga que no estamos dispuestos a llevar».

Pero volvamos al hombre solo. Apenas unas piedras de Pulgarcito que vamos siguiendo gracias a sus datos oficiales, a su expediente, a los matices de las mujeres que lo cuidan aquí dentro, a su relato entrecortado, y nada más. Porque no hay familiar que venga a contarnos. Ni nadie que vaya a sacarlo al cine este fin de semana.

A los 21 años, acabó a la mili -dicen sus informes- y muy poco después -dice él-, fue acogido por un matrimonio sin hijos que lo eligió como tal.

En efecto, Isidoro comenzó entonces a vivir en la celebérrima calle Jarauta de Pamplona -según consta- con un trabajador de Industrias del Caucho llamado Regino y su esposa, que respondía al nombre de Lucía.

«Ella fue mi segunda madre. Después de la que me dejó abandonado, ella se ocupó de mí. Era simpática y feílla (sic). Él era pelotari. Salíamos a tomar algo por el casco viejo. Ella, moscatel. Él, vino solo. Yo, con sifón. Fui muy feliz esos seis o siete años... Pero para una vez que conocía a unos padres, se me acabaron muriendo. Primero, él. Luego, ella. Luego vinieron los sobrinos y se quedaron con todo: me echaron de una casa que yo pensaba que iba a ser para mí. Así fue como me quedé sin nadie otra vez, igual que al principio».

Hubo un tiempo en que trabajó de persianero, otro de zapatero y otro en que fue empleado en una fábrica de hule. Hubo un viaje a Alemania y otro a Barcelona. Entonces, poco a poco, de vuelta a Pamplona, vinieron el deambular por pensiones, la calle, la bebida... Y Nati, que ejerció la prostitución y arrastraba una vida lastrada por el alcohol, pero que tenía casa. «Conocí a Natividad porque también tenía perros. Ella fue mi tercera madre. Después de la que me parió y del matrimonio de la calle Jarauta, Nati me dio una familia. Ella y yo. Y los perros. Ella no entendía el euro y yo la ayudaba. Era mucho mayor que yo. La acompañaba a comprar, de paseo... Íbamos los dos a beber por la parte vieja. Cuando no se tenía en pie, yo la metía en la cama. Un día me dijo que me fuera a vivir con ella. Y le dije que sí».

«Nati terminó en nuestra residencia e Isidoro venía a visitarla como única familia», prosigue Yolanda. «Hasta que una vez lo vi especialmente sucio y descuidado y, al irme, llamé a una compañera trabajadora social del casco viejo», continúa. «Fueron a la casa y no abrió. Así ocurrió durante tres o cuatro días. Al final se tuvieron que descolgar por el patio de luces. Se estaba muriendo. Es diabético y tenía una infección tremenda en la pierna que se le había extendido al cuerpo y que tuvieron que amputarle. Nada más cortarle la extremidad en 2010, Isidoro ingresó aquí. Estuvieron juntos Nati y él en la residencia hasta que ella murió en 2015».

¿Cómo sería el hombre si no hubiese sufrido amputación de padre y madre una y otra vez? ¿Qué parte se te lleva para siempre una biografía mellada?

Begoña tiene 77 años y es la vecina de habitación contigua: si Isidoro tiene la 112, ella ocupa la 110. «Le suelo llevar por el pasillo a la sala y él siempre me da las gracias».

Serafina tiene 91 años y lleva aquí desde un poco antes de la pandemia. «Cuando la familia viene a verme es una alegría, y más si vienen los nietos... Él me dijo que no tenía familia, que no tenía a nadie».

Son las cinco de la tarde y hoy tampoco hay visita.

Con el cansancio de las horas, Isidoro -al que ya le estamos fastidiando la película de sobremesa- se repite de nuevo en muchas partes de su historia y vuelve a perder a tres madres un poco como si acabara de perderlas este mismo jueves. Vuelve a repetir lo de las monjas. Lo del perro llamado Tuercas. Lo de que él es un Llanero Solitario. Lo de que jugaba «al marro, a las canicas... y también al... al... Cómo era eso otro a lo que jugaba yo...».

-¿Al pañuelo?

-Eso. Jugaba al pañuelo.

Se calla. Niega con la cabeza. Sabíamos que esto podía llegar a pasar: un hombre que se emociona. Pero no es eso. Muestra su estupor, señala a la pared y se acuerda.

-O sea, que Hemingway está muerto...

El Mundo - PEDRO SIMÓN - JOSÉ AYMÁ (REPORTAJE GRÁFICO)
Pamplona

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