Las cartas de amor obsceno y escatológico de Mozart a su prima: «¡Mi cul0 quema como el fuego!»

Durante los años que pasó de gira por Europa, el joven músico y compositor escribió una infinidad de misivas de humor fecal a Marianne

11/01/2024EditorEditor

Wolfgang Amadeus Mozart, que poca presentación necesita, fue un niño prodigio. Componía, hacía brillar como nadie el piano y el violín con sus falanges, dominaba tres idiomas –alemán, italiano y francés– y atesoraba un agudo sentido de la observación. Un cóctel abundante para llegar al estrellato. Y su padre Leopold, un virtuoso de la música, supo aprovecharse de ello. Durante una década, organizó una gira de conciertos por media Europa para dar a conocer a su retoño, y le salió muy bien. Pero no contaba con que, durante los momentos de intimidad de aquella 'tournée', el chico también abría de par en par las portezuelas de otro tipo de arte, el epistolar, y que lo hacía a golpe de escatología y humor fecal. Cosas de la juventud...

Locas obscenidades
Corría 1777 cuando Mozart se arrancó a escribir aquellas primeras cartas de humor negro. La diana de las mismas fue su prima Marianne, con la que parece ser que inició una relación amorosa que molestó sobremanera a su padre. La chica contaba 19 primaveras; él 21, aunque adoraba enarbolar aquel lenguaje casi aniñado de quinceañero. «Acogeré tu noble persona como bien merece, te sellaré en las nalgas mi membrete, te besaré las manos, dispararé la escopeta del ano, te abrazaré de más, te pondré lavativas por delante y por detrás, te pagaré cuanto te debo sin descuidar ni un pelo y soltaré –y que resuene– un señor pedo (y quizá también algo sólido). Bueno, 'adieu', mi ángel, mi corazón, te espero con pasión», escribió.

 
Exuberancia escatológica a raudales; amor adolescente tardío en plena veintena. En aquella carta, Mozart no perdonó ni la posdata: «P. D.: Hez Dibitor, el pastor de Rodemplo, lame el culo de la cocinera para dar perfecto ejemplo». Pero podía permitírselo. Al fin y al cabo, el jovencísimo músico sabía que su prima gozaba de un humor muy parecido al suyo. Entre iguales se entendían, como había admitido en una misiva a su padre enviada ese mismo año: «Marianne es bella, inteligente, amable, razonable y alegre... Lo pasamos muy bien juntos, porque tiene una lengua un poco viperina. Juntos bromeamos sobre la gente. Un verdadero placer».

Las cartas son interminables; cuesta elegir la más esperpéntica. A comienzos de octubre de ese mismo año, escribió otra que contaba con un arranque igual de escatológico: «Me cago en tu nariz […] Te deseo buenas noches. Caga a gusto en tu cama hasta hacerla pedazos.... duerme tranquila, extiende tu culo hasta tu boca». Aquello era solo el comienzo. Mozart subió el tono en las siguientes líneas: «¡Mi culo quema como el fuego! ¿Qué querrá decir esto? ¿Tal vez una caca quiere salir? Sí, sí, caca. La reconozco, la veo y la huelo». El cenit arribó en el último párrafo:

«Debo terminar ahora. Pero antes te voy a contar una triste historia que acaba de pasar en este preciso instante, mientras te escribía. Oigo un ruido en la calle. Dejo de escribir, me levanto, voy a la ventana y no oigo nada. Me vuelvo a sentar, sigo escribiendo y de nuevo escucho algo. Me levanto otra vez y solo oigo un débil ruido. Siento entonces un fuerte olor, por donde voy, apesta. Si me acerco a la ventana el olor se va. Si entro a mi cuarto, vuelve. Al final mamá me dice: '¿Qué es esto, hijo? ¿Has dejado escapar un…?' 'No, mamá'. 'Sí, sí, claro que sí'. Quiero tener la conciencia tranquila, me meto un dedo en el culo, lo llevo a mi nariz y… 'ecce probatum est': mamá tenía razón».

El año 1777 fue el más prolífico en cuanto a misivas. Durante aquella gira de conciertos que su padre le había organizado a lo largo y ancho de Europa, Mozart se dejó la mano y la pluma escribiendo cartas para Marianne. Bromeaba con ella sobre su conocimiento del francés; le preguntaba por la familia; le contaba las perrerías que vivía de acá para allá –en Múnich, Augsburgo, Mannheim, París...–, y, sobre todo, derrochaba banalidad y frivolidad. Valga como enésimo ejemplo el texto que le envió el 13 de noviembre de 1777. Y eso que, en su arranque, prometía que iba a intentar alumbrar una «carta razonable» por consejo de su madre:

«¿Que si me gusta Mannheim? Tanto como pueda gustarle a uno cualquier sitio sin primita. Perdona la mala letra, la pluma ya es vieja. Hace ahora casi 22 años que me siento sobre el mismo ojo de siempre y, sin embargo, ¡no se ha rasgado ni una pizca! Aunque lo he usado muy a menudo para cagar y luego he limpiado a mordisquitos el estiércol. Confío, por otra parte, en que de hecho habrás ido recibiendo mis cartas, a saber: una de Hohenaltheim y dos de Mannheim y ahora esta, que es de hecho la tercera desde Mannheim pero en total es de hecho la cuarta. Ahora tengo que cerrar porque de hecho aún no me he vestido y de hecho comemos ahora mismo para que luego podamos volver a cagar. Sigue queriéndome como yo te quiero, que así nunca dejaremos de querernos...».

La última carta que recibió Mozart tiene nombres y apellidos en lo que se refiere a la fecha: 10 de mayo de 1778. Fue igual de subida de tono como las anteriores; aunque, en este caso, prefirió dejar a un lado la prosa. Allá va ese verso que, por seguro, hizo sonrojar a su prima: «Sóplame el culo / eso es muy bueno / y se siente tan agradable». Con estas frases, que suponemos rimaban en su lengua materna, se despidió de ella.

Nuevas relaciones
Poco se parecen aquellas cartas a las que forjó después de contraer matrimonio con Constanze Weber en agosto de 1782. Aunque en parte es lógico. Para entonces Mozart sumaba un lustro más de vida, había perdido aquellos impulsos de juventud y, para colmo, no se sentía desafiado a nivel mental por su nueva esposa. Así lo confirma el hispanista estadounidense Gabriel Jackson en su ensayo 'Mozart, vida y ficción': «Constanze mostró tener muchísimo sentido común, buena disposición y capacidad de adaptación, pero en el transcurso de su larga vida no hay el más mínimo atisbo de algo que pudiéramos llamar curiosidad intelectual». Para colmo, no correspondía al genio con su mismo humor fecal.

Con ella, Mozart mantuvo otro tipo de amor mucho más maduro. Sus seis hijos lo demuestran. Si de algo pecaron las cartas entre ambos, fue de cierto anhelo juvenil: «Me excito como un chaval cuando pienso en estar contigo otra vez; si la gente pudiera ver mi corazón por dentro, casi debería sentirme avergonzado. Todo me resulta frío, no: gélido. Si tú estuvieras aquí conmigo, quizá disfrutaría más de la amabilidad que la gente me muestra por aquí; pero tal como son las cosas ahora, todo está vacío. 'Adieu', querida; soy para siempre tu Mozart que te ama con toda el alma».

En este caso tampoco perdonó la posdata, pero fue mucho más emocional que la enviada a su prima: «P. D.: mientras escribía la última página caían sobre el papel una lágrima tras otra. Pero tengo que alegrarme, ¡cógelos! Un número impresionante de besos vuelan por todas partes, ¡qué jaleo! ¡Los hay a montones! Acabo de atrapar tres. Son deliciosos ... Te beso millones de veces».

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