Cómo la paranoia transforma el odio en un sistema de ideas (y detrás viene la violencia)

Aunque hay daños que se producen por azar, vivimos buscando culpables. Y mientras la técnica se complejiza la humanidad se simplifica: opinamos en la extensión de un tuit. Por Constanza Michelson

General 14/12/2022 Editor Editor

Twitter es lo peor pero también lo mejor, escribió su dueño, Elon Musk. Dice que busca detener su precipitación al mierdadero en que se ha convertido. Eliminar bots, modificar los criterios de moderación y, contra todos, decidió cobrar ocho dólares por tener un perfil certificado. Ante las críticas alegó que nada es gratis, opinar tampoco está libre de deudas; en todo caso no con la sociedad, sino con él.

Como una clave para analizar el espíritu de los tiempos, la cantante Grimes, su ex-pareja, le reclamó en medio de la discusión que comience por pagar la pensión de alimentos del hijo. Son tiempos en que la deuda no es don, no es pegamento social, sino algo amargo que se le paga a los bancos y a los propietarios. Tiempos inquietantes, de señoritos satisfechos: líderes que no pagan la deuda con sus hijos, pero prometen hacer algo por el mundo.

 
Es posible que Musk, por más dinero que invierta, no logre quitar el odio de la red social, porque el problema de la opinión es que se estructura desde el odio. No porque quien escriba sea una persona odiosa necesariamente, sino porque la opinión es precisamente un lenguaje que no paga la deuda; es pura saturación de sentido. Y para que algo tenga mucho sentido –también para tener toda la razón– es necesario una cuota de paranoia, por ende, la creación de un enemigo.

La opinión es una lengua herida, y una lengua herida hiere al mundo. Cuando a Sócrates le piden que diga algo sobre la palabra opinión (doxa), su respuesta fue: persecución (dio-xis).

Para comprender una época y lo que somos en ella, no basta escuchar lo que hablamos, sino cómo hablamos (y escribimos).


Elon Musk se convirtió en el dueño mayoritario de Twitter: quiere cambiar las reglas. (Patrick Pleul/Pool vía AP, archivo)

El escritor Karl Kraus, a principios del siglo XX, se dio cuenta de la emergencia de la opinión como efecto de los nuevos medios de comunicación masivos. Su unidad mínima, la frase hecha. Su cualidad, el lenguaje sin pensamiento que se desplaza sin fin, como una célula que olvida morir, y sin orilla, se vuelve cancerígena, (como dijo Hannah Arendt: la lengua alemana se volvió loca en los años del nazismo). La estructura de la opinión, más allá del contenido, no es de derecha ni de izquierda, es fascista: no impide hablar, sino que obliga a decir.

La opinión puede decir de todo, pero no decirlo todo, lo que no dice es la verdad, en el sentido de comprometer a quien habla. Son enunciados sin enunciación, es decir, escritura sin auténtico autor. Son murmullos virales que no protegen ni reparan el mundo. La opinión puede tomar varias estructuras, parecerse a la del vicio, también a la de la paranoia, incluso, a la del delirio.

Cada época tiene sus síntomas
Los síntomas y la locura de una época son señales del estado de una cultura, de sus sistemas morales y de conocimiento; también son advertencias. Por ejemplo, en el tiempo de Freud, la histeria –unas manifestaciones corporales, sin explicación anatómica, que desafiaban el saber médico de la época – ocultaban los abusos y secretos de una sociedad machista.

Hoy, las compulsiones, las voces en la psicosis, las melancolías mórbidas (y no creativas), las depresiones generalizadas, son las que desafían a nuestro saber. Por más que avancen las ciencias del cerebro, no hay cosas concluyentes, tampoco grandes mejorías en el campo de lo que hoy llamamos salud mental.

Algunas cosas que creo que nos dicen nuestras enfermedades:

Un escritor decía el otro día que a veces escribir es como fumar o como mover la pata rapidito o como comer sin hambre; todas formas de responder a la nada. Esa que a los niños les asusta la oscuridad y el aburrimiento, porque aún no saben elaborarlos. Y que a los grandes les angustia cuando no pueden ponerle un muro.

A estos gestos les llamamos goce idiota, por su carácter de terrorismo corporal, viciado, sin novedad. Estos goces son el pequeño secreto de alguien; su romance con la uña que se come, con el pelo que se tira, con el golpe al compañero de banco; también son su íntima relación con la muerte, cuando sube la dosis, cuando presiona con más fuerza el acelerador.


Para Freud, los síntomas de su era fueron los de la llamada "histeria". (Hans Casparius/Hulton Archive/Getty Images)

En general a los trastornos compulsivos graves se los ha nombrado como “personalidades borderline”, pero es necesario pensarlo más allá de una patología. Por que es la sociedad misma la que se reproduce bajo el principio del goce idiota. Estas formas de satisfacción (y dolor) tienen su mercado, desde luego las drogas, pero “mata-ansiedades” hay de muchas clases.

La velocidad alcanzada en la consumación de los impulsos también acompaña favorablemente a la compulsión que no perdona la espera; la técnica trabaja para ello. La técnica, antes que una herramienta, es algo que modela las costumbres de las pulsiones. Sobre el uso del lenguaje, Kraus decía que primero estaba la prensa, luego los hechos; hoy podemos decir, que primero está Twitter, luego la opinión (que a veces es como fumar).

En los psiquiátricos se fuma mucho, dicen que es porque apacigua las alucinaciones auditivas. Al revés que el escritor –no el que escribe como fumar (aunque fume), sino el que intenta hacer un relato con el ruido interno– en la psicosis, las voces son una escritura sin autor, palabras rotas y desamparadas que invaden a quien las padece. En la locura, el muro para contener eso que Agustín llamó “El pavoroso silencio de Dios” (silencio que puede ser ruidoso), es débil. El psicótico en su indefensión responde como puede, por ejemplo, volviendo sólida una verdad solitaria: un delirio es hacer algo duro con algo leve.

La escritura sin autor no es propia de la psicosis. Ocurre en la reducción del lenguaje a la cifra, a la burocracia y al cliché. Hay decires autómatas, cuya consecuencia es producir humanos que no responden por su humanidad. Esa es la lógica de la banalidad del mal. En los noventa se aspiraba al Globish, un inglés con menos palabras para simplificar la comunicación de la globalización, mientras que la promesa del algoritmo es borrar en mayor medida el error (de la existencia del) humano. El mundo se complejiza, la humanidad se simplifica, opina en lo que mide un tuit.


Depresiones generalizadas, angustia y hastío, síntomas de nuestra era. Crédito: Pexels

El lenguaje no es solo comunicación, es lo que nos sujeta al mundo. Y es esto último, lo que la estructura de la verdad científica se ahorra. El lenguaje en su versión dato, burocracia o cliché –como escribió Duras, los libros sin pozo ni auténtico autor– no sirve como velo a lo crudo de la realidad. A eso crudo se le ha llamado desencantamiento del mundo, y es un desierto que avanza.

Desierto que en el ser humano se traduce en hastío existencial y angustia. Los lenguajes sin relato –sin escritor– dejan al ser humano moderno desamparado psíquicamente. Discapacitado de hacer duelos –cuando lo propio de la vida, desde el nacimiento, es la pérdida (para desear hay que perder) –, hace que la melancolía se vuelva mórbida antes que creativa. El lenguaje en la melancolía es áspero, monótono, rompe con el mundo, mientras que en su versión maníaca se acelera, pero no conecta, se parece a los autos chocadores: escritura sin sintaxis, ilegible. Escritura, en ambos casos, sin eros. Y ambos casos se trata de hablas que rebasan la patología.

Solos frente a lo absoluto, sin dioses ni relatos (aunque se hable un montón), nos hemos visto empujados a crear muros para contener la nada que no tiene borde. Y esos muros han tomado la tesitura de la parodia. Lo sólido, que no para de desvanecerse en el aire, da paso a lo líquido –a la metonimia del infierno, al todo vale– pero con un detalle: lo líquido se vuelve un sólido artificial.

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Ocurre con la opinión, la identidad, los pasados inventados de los nacionalismos, cosas que son construcciones sin fundamentos pero que actúan de lo más rígido: mueven elecciones políticas, decisiones trascendentales. O sea, no es que solo se pase de lo sólido a lo líquido, sino que lo líquido hace una parodia de lo sólido. La opinión toma hoy la autoridad de los hechos. De ahí que a las fake news no importa confrontarlas con la verdad, no tiene efecto hacerlo, porque es un habla inmune a la verdad. Kraus, antes de las masacres de su siglo, escribió que la opinión era capaz de provocar guerras.

La vida en el simulacro es actuar sin creer, pero se actúa y se opina de manera inflexible.

La opinión se emparenta también con la paranoia. La paranoia es un sustituto del pensamiento, o bien es un tipo de pensamiento “idiota”, clausurado y absoluto. Es una exageración mórbida de la certeza, por lo tanto, funciona como una perversión de la razón. Se estructura en el odio (no tiene nada que ver con ser bueno o malo), porque, como nos enseña la lógica, un sistema completo, sin fisuras, debe dejar a la contradicción, y al mal, fuera de él.

Lo que la paranoia hace es transformar el odio en un sistema de ideas. Por eso el odio, antes que provenir de un problema de afectos, cuando se hace sistema, tiene que ver con una razón excesiva. Es la lógica de la violencia política, la caza de brujas, los campos de concentración. También la corrección política, desde luego también su reverso, lo que hoy se llama incorrección (el trumpismo lingüístico): ambas carecen de política, algo que no puede ser cerrado.


Susan Sontag proponía "ir contra la interpretación". (Globe Photos/mediapunch/Shutterstock)

Si bien desconfiar es una actitud necesaria para la supervivencia, también lo es poder reconocer el azar y la humanidad imperfecta del otro. La paranoia no da esa chance y hace de todo causalidad e interpretación.

Ir contra la interpretación, escribió Susan Sontag, precisamente para no congelar los sentidos y poder ver la novedad de las cosas. Por su parte, Isabelle Stengers, dice desde el campo científico, que un pensamiento no se tiene, sino que se padece, genera extrañamiento. Hay que dejarse sorprender por la vida cada tanto.

La vida tiene algo de accidente, se produce en la contingencia del encuentro de una vida con otra, por eso no hay gota de agua idéntica. Suspender la interpretación apresurada y certera es un gesto de vida no fascista.

Pero nuestros soportes de comunicación y sus lenguajes dificultan los gestos antiparanoicos. La impresión es que el momento que atravesamos culturalmente, de manera peligrosa, profundiza la paranoia. La opinión, ya hemos comprobado, es un vehículo excepcional para ello. Según Kraus, si no hubiera frases hechas, no necesitaríamos armas.

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Todo indica que una distancia posible con la interpretación es una terapia para la locura y el odio patológico. Pero no es seguro que ni siquiera los dispositivos de la salud mental se comprometan a hacer una terapia de distancia con la interpretación, con su exceso de búsqueda de culpables: ya sea en los neurotransmisores, los opresores, el capitalismo o el cambio climático. Todas amenazas que existen, pero la vida es más que eso. Hacer algo con la vida, es a veces suspender, o al menos retrasar, la explicación apresurada; para que, como el escritor, que escribía como fumar, y que de pronto se distrajo, podamos escribir alguna novedad para el mundo. Para eso hay que tomar el riesgo de la autoría.

Siempre hay que hacer algo con lo heredado
Dicen que en tres generaciones de silencio puede nacer un psicótico. O sea, alguien que padece de una verdad escrita sola, bajo la forma de voces y el delirio. Puede ocurrir que cuando la herencia no se transmite por la vía del relato, caiga encima como una escritura implacable. Ese silencio se convierte en destino, y el pasado viene a escribir el futuro sin misericordia.

Con la herencia, aunque sea un pedazo de mierda, pensó Philip Roth, se debe hacer algo. Venimos de alguna parte, siempre llegamos tarde al mundo; el asunto es hacer de esa deuda un don. Los mitos, los relatos han sido formas de elaborar esos hilos que nos conectan. Arendt decía que la mediocridad llevaba a buscar la verdad en la ideología (otra versión de la paranoia), mientras que, en los mitos, es posible encontrar algo de la noche del mundo: la complejidad de la que estamos hechos.


Fue Philip Roth quien dijo "con la herancia, aunque sea una mierda, hay que hacer algo". (Gettyimages)

Pero el ser humano tiene una tendencia a cortar los hilos, y en su desconexión hay una secreta fascinación con la muerte. Se supone que la cultura nos quita algo de esa soledad que nos sobra. Para participar de ella, nos exige cuotas de renuncia a ese goce idiota, célibe y mortífero: desistimos de porciones de egoísmo para ser amados. En el mito del nacimiento de la cultura en el Génesis, “la caída” nos volvió pudorosos; por la mirada del otro debimos vestirnos (o desnudarnos, que es otra forma de vestir el cuerpo), también trabajar y crear. El goce idiota es la reverberación de la nostalgia del paraíso. Pero sin caída no habría nada que escribir. O bien escribir como idiotas.

La fatalidad de nuestro tiempo es que no es para nada seguro que la cultura diga “no” a nuestra soltería estructural. Para Freud la salud mental era recobrar la capacidad de amar y crear, cosas que obligan a inventar un lenguaje para hacer un puente entre el cuerpo y el mundo. ¿Qué es la salud mental hoy?

Kraus en su revista no hacía una crítica para mejorar el periodismo de su tiempo. La crítica también puede volverse una neurosis, una interpretación odiosa y egocéntrica. También un negocio. ¿Qué pasa si pensamos con las cosas, no contra ellas?

Kraus interrumpía el flujo de las frases, alteraba su sintaxis, no decía qué pensar, sino que separaba opinión de pensamiento. Para que el lenguaje no se convirtiera en piedra. Le llamaría estrategias deseantes: hacerle trucos al tiempo para no congelarse en palabras muertas, y en ese intervalo, alcanzar a escribir (una vida). Sherezade lo hizo, su herencia, como otras tradiciones tránsfugas, es eterna.

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