Se le tuvo que romper el corazón para que ella se diera cuenta de que lo amaba

Juan y Yanina fueron compañeros en la primaria y se volvieron a encontrar en la secundaria, pero recién se enamoraron cuando les tocó hacer juntos el CBC. Tuvieron muchas idas y venidas: él siempre había tenido suerte con las chicas, pero ella no quería saber nada con tener una relación seria. Pero, inesperadamente, la vida de Juan estuvo en peligro. Y llegó el primer “te amo”

General 23/01/2022 Editor Editor

A la primaria fueron juntos, pero ni se acuerdan. Ella dice que la primera vez que lo vio tenían doce años, cuando coincidieron en la misma clase del colegio secundario. Él también, pero que entonces ni la registró. Un amigo le había dicho que le gustaba y, por lealtad, Juan decidió no mirarla. Además, ella estaba de novia, y así fue durante esos cinco años en los que hasta se sentaron uno atrás del otro, en la misma fila de bancos.

Yanina sí recuerda a ese rubio bueno que, como vivía a la vuelta de su casa, siempre le pedía la tarea. Le parecía un pibe copado y también bastante irresponsable. Y le daba ternura que, cuando se ponía nervioso, se le pusieran los cachetes colorados como dos tomates. Pero sabía que estaba en otra, y la verdad era que ella también: tenía una relación intensa, larga, y tóxica con otro chico, que duró toda la secundaria.

 
En el último año del colegio, compartieron grupo de amigos. A veces salían todos juntos, y la pasaban bien, no mucho más. Lo raro fue cuando volvieron a encontrarse el primer día del CBC. Yanina iba a estudiar psicología; Juan, medicina. Como eran vecinos, empezaron a coincidir en el mismo colectivo. Él dice que cuando iba en auto y la veía en la parada, siempre le ofrecía llevarla, “como lo hubiera hecho con cualquiera”. Esa morocha de ojos grandes y atentos, seguía siendo la chica que le gustaba a su amigo. No había posibilidades de que pasara nada entre ellos. Además, a él le iba bien con las chicas: “Siempre salí con la que quise –dice–. Nunca fue un problema”.

Yanina se acuerda, en cambio, que él la pasaba a buscar por su casa todos los días a las siete de la mañana. Y que, en esos viajes a la facultad, siempre charlaban y se empezaron a contar sus cosas. También la buscaba si tenían un cumpleaños o una fiesta. “Ahí lo empecé a ver con otros ojos. Ya no era sólo mi compañero”, dice. Pero para Juan, ella seguía siendo intocable, aunque hubiera cortado con ese novio que la hacía sufrir: primero estaba su amigo.

Hasta que en una salida en grupo, una amiga en común les hizo un chiste: insinuó que entre ellos pasaba algo más. Juan se dio cuenta por la sonrisa de Yani que la broma podía esconder una verdad. “Recién ahí la empecé a mirar de otra manera, hasta ese momento ni me había fijado”, cuenta a Infobae. Pero no quería dar ningún paso en falso: cuando se empezó a dar cuenta de que sentía cosas por ella, fue a hablar con su amigo: “Me dijo que era parte del pasado, y eso me dejó tranquilo”.


En un viaje a Mar del Plata, Juan le dijo que la amaba, y ella no supo qué decir. Volvieron mudos todo el camino de regreso a Buenos Aires

Yanina no se animaba a tener algo con Juan porque había sufrido mucho en su noviazgo anterior, y sabía que Juan era un mujeriego. Además, esa relación anterior no estaba del todo terminada. Pero empezaron a salir más seguido. Una noche, Juan la pasó a buscar para ir a bailar con el resto del grupo y, ya en el boliche, se besó con otra. Cuando la llevaba de vuelta a su casa, Yanina no pudo disimular su celos. “Me dio un sermón sobre las enfermedades que se transmitían por la saliva, como la hepatitis –se ríe Juan–. Ahí me decidí a avanzar, porque entendí que ella también estaba interesada”.

Entonces la invitó a que fueran solos a un show de Fuerza Bruta. A la salida se dieron el primer beso. Yani dice que la que tomó la iniciativa fue ella: “Me abalancé porque estaba segura de que le gustaba”.

Esa seguridad no duró tanto. No le habían puesto nombre a lo que tenían, no era realmente una relación. Y ella estaba confundida, había aparecido otra vez su novio anterior y le costaba cortar esa historia. Juan, mientras tanto, dice Yani, le tenía paciencia, era el mismo rubio bueno que había conocido en el colegio que todavía se ponía colorado cuando estaba nervioso. “Me llamaba la atención que, después de esa otra relación con tantas idas y venidas, con Juan fuera todo tan fácil, como tienen que ser las cosas cuando hay interés. Pero yo todavía no entendía eso, y no sabía qué hacer”, cuenta.

A Juan le pasaba lo contrario. Estaba enganchado. Sobre todo desde que supo que el ex seguía ahí, rondándola. “La confusión de ella hizo que trabajara más para que estuviera conmigo. Y también que sufriera más. Y yo nunca había sufrido por una chica”, cuenta él. Finalmente, las cosas avanzaron un poco, y se animó a decirle que la amaba. Error: Yanina se asustó. Por un tiempo, dejaron de verse.

Y, de todos modos, Juan estaba decidido. Insistió. Todo volvió a ir bastante bien, así que se fueron juntos unos días a Mar del Plata: “Entonces sentí que habíamos avanzado, y volví a confiar –dice–. Pensé ‘ahora es distinto’, y fui por más. Estábamos comiendo, y le volví a decir que la amaba”. El viaje terminó en ese momento. “Volvimos mudos”, recuerda.

A Juan le dieron el título de Médico al día siguiente del alta de su segunda operación

Yani dice que ella estaba en plan “todo bien, pero mirame y no me toques”. Se acuerda perfecto del restaurante al que habían ido cuando él le habló de amor. También de que no supo qué decirle: “Se me cayó el mundo abajo. No estaba preparada, me quede muda, regulando”. Él resolvió en ese momento que no se iba a exponer otra vez: “Me voy a comer la lengua –pensó–. Nunca más le digo nada”.

Pero para Yani había sido demasiado. Cuando llegaron a Buenos Aires, desapareció, con todo lo difícil que era desaparecer siendo vecinos. “Me dio terror. Era la primera vez que me querían bien y no supe cómo manejarlo. No le contesté más los mensajes. Si sabía que me lo podía cruzar en la parada del colectivo, hacía lo posible para evitarlo”. Juan sufría.

Estuvieron bastante tiempo desconectados totalmente, hasta que la misma amiga en común que los había hecho dar el primer paso, los invitó a un bar donde cantaba. “Cuando lo volví a ver, me conecté otra vez con todo lo que me pasaba –cuenta Yani–. Y volvimos a salir, él con desconfianza, pero siempre ahí. Creo que lo vio como un desafío, porque estaba acostumbrado a que todas le dijeran que sí”. Aunque iban y venían, siempre por inseguridades de ella, se empezaron a llamar cariñosamente “Corazón”, y después “Cora”. Parece un dato irrelevante, pero no lo es para nada.

Juan tenía 23 años cuando en el prequirúrgico por una cirugía menor, un cardiólogo de la vieja escuela detectó con su estetoscopio que tenía un soplo, y lo derivó para que le hicieran un ecodopler. Lo llamaron en el día: tenía una insuficiencia aórtica severa, y le daban seis meses para operarse, o la única opción sería el transplante. De corazón.

Fue un shock absoluto, que viví de muy cerca, porque Juan es mi sobrino; el mayor, el primero de todos, un chico hermoso que, de un día para el otro, tenía la vida en suspenso. Un chico que estudiaba, iba a bailar, al gimnasio casi a diario y siempre había sido saludable, al que, de pronto, le decían “que estaba arruinado”. Y era difícil entenderlo, porque su mal era completamente asintomático. “No me pasaba nada –dice ahora–. Sentía una angustia enorme, pero por Yanina”.

Siguieron meses de peregrinación para ver cual era la mejor cirugía. Como el estudiante de medicina que era, investigó todas las posibilidades. “Hasta que Roberto Favaloro me ofreció algo que no me ofrecieron otros: reparar mi propia válvula para que, una vez que cerrara, no tuvieran q volverme a operar –explica–. Todos los demás me decían que iba a necesitar una segunda operación, según la vida útil de la válvula. Pero Favaloro me dijo que, en caso de que no pudiera repararla, como yo era joven, iba a intentar una cirugía que implicaba el doble de tiempo y el doble de riesgo, que era poner la válvula pulmonar en lugar de la aórtica, y después reemplazar la del pulmón, en una cirugía también doble”.


El primer viaje de novios, a Venezuela, después de la cirugía. Ella le dijo que lo amaba por primera vez cuando entendió que podía perderlo

La operación en la Fundación Favaloro fue el 29 de octubre de 2010. Yanina estuvo ahí durante las nueve horas que llevó la intervención. Ya no era la misma, o sí. Le había caído la ficha de lo que significaban todos esos años juntos, rozándose en el camino desde que eran chiquitos.

“Pensé que si le pasaba algo, yo me moría. Que algo de mi se iba a apagar para siempre. Era loco que a los 23 la vida nos planteara un escenario tan distinto: una semana estábamos en un boliche, o histeriquéandonos, y, a la otra, en una clínica pensando que él a lo mejor no salía. Me dispuse a acompañarlo. Dije: ‘Si Dios me deja pasar esta circunstancia y permite que esté todo bien, no me quiero separar más de Juan’. Me había dado cuenta de todo lo que me importaba. No me quería ir de la clínica, quería estar con él todo el tiempo, cuidarlo”.

Cuando él se despertó de la anestesia, los médicos le explicaron que no habían podido hacer ninguna de las dos alternativas que le habían propuesto. “Me pusieron una válvula cadavérica y me dieron veinte años de uso hasta la siguiente operación. Pero dijeron que podía hacer vida normal. Sólo tenía que dejar de hacer musculación, que para mí era importante porque me la pasaba en el gimnasio. Después, cuando tuvieron los resultados patológicos, me dieron otra noticia: lo que me había provocado todo eso era una enfermedad autoinmune que se llama Síndrome de Takashasu y era muy rara en mi caso, porque casi siempre se da en mujeres asiáticas –relata–. Yo escuchaba todo, pero nunca fui consciente. Pensaba sólo en ella. Tenía miedo de seguir siendo rechazado”.

Y ella, por primera vez, no se movía de su lado. En vez de correr, se quedó a cuidarlo: “Estaba con la cabeza en querer que no le doliera, que no sufriera; desde curarle la herida hasta limpiarlo, con ese amor que uno no tiene por cualquier persona”, recuerda.

 

Dos días después de la operación, Yanina cumplía años. Pasó esas 24 horas en la clínica. Fue ahí cuando mandó a hacer una cadenita con una medalla a la que le hizo grabar lo que no le había dicho nunca hasta ese momento: “Te amo”.

“Cuando sintió que me podía perder en serio, me pidió ella que nos pusiéramos de novios –cuenta él–. Yo veía que estaba pendiente. Le molestaba cuando venían otras amigas, porque tenía que salir de la habitación. Lo mismo cuando ya estaba en mi casa, haciendo el posoperartorio: cuando venía de sorpresa y había alguien, se tenía que ir, porque yo no podía recibir mucha gente, y no le gustaba nada. Y yo no podía decirle que, más allá del miedo que me podía generar lo que me estaba pasando, sólo sufría por ella. A mí no me importaba el corazón, o no por la cirugía. La estaba pasando mal, pero no quería ni decirle, porque ya me había rechazado dos veces. En esos días me dio la cadenita y me dijo por primera vez que me amaba”.



Juan Funes y Yanina Fabio se casaron el 19 de noviembre de 2014. “Lo primero que él dijo en el curso prematrimonial, fue que yo le había costado una válvula del corazón”, se ríe ella.

Constantino nació en 2015. Eran felices, finalmente. Juan seguía con su tratamiento autoinmune, cuando los médicos le dijeron que había entrado en remisión y que podía dejar la medicación crónica, la mejor noticia que podían tener. Pero en su siguiente control de rutina, descubrieron que la válvula había vuelto a fallar: tenía que volverse a operar.


Decidieron apostar a la familia, en 2020 nació Gianu, y el año pasado llegó Allegra. “Nos decían: ‘¿En serio un tercer hijo? ¿No van a parar? ¡Te podés quedar sola con los tres!’”, cuenta la hoy psicóloga

Habían pasado sólo siete años de la primera cirugía y ahora todo era distinto: tenía un hijo, una familia. La primera vez, era más chico y estaba atravesado por lo que sentía por Yani, pero ahora tenía miedo. Los dos estaban asustados: “Lo que yo sentí en la primera operación fue tremendo –dice ella–. Pero en la segunda, teníamos terror por nuestra familia. Yo nunca lo vi como alguien enfermo, porque él es súper resiliente, y creo que en la vida está enfermo el que se predispone para eso. Por eso, hasta ese momento, ninguno de los dos había pensado que podía quedarme viuda a los 30 años”.

Pero cuando llegó el momento, cuenta Yani, lo que más la angustió fue no poder estar con él como correspondía, porque ahora tenía que repartirse con su hijito. “No quería dudar que iba a estar todo bien, no me di el lujo de pensar que pudiera pasar algo malo. Juan va siempre para adelante, y si él no flaqueba, tampoco podía permitírmelo yo”, dice.

La operación salió bien, y el viernes 6 de octubre de 2017, Juan tuvo el alta. El sábado 7, le entregaron su título de médico. “Y pude ir”, rescata. Después, dice, “la vida sigue, y si uno se siente bien, pierde los miedos”. También dice que se acuerda como entre sueños que, cuando despertó de la anestesia, el médico le dijo que cuando a uno lo operan del corazón, nunca se olvida: “Yo tengo un recordatorio permanente, porque, en la segunda cirugía, me pusieron una válvula mecánica, que hace ruido. Se me escuchan los latidos, los pacientes a veces se dan cuenta en el consultorio”.

Pero enseguida agrega: “No pienso en la enfermedad, me ocupo. Pero voy a vivir lo que tenga que vivir. Me cuido, me controlo, tomo mi medicación. Ser médico ayuda, porque me doy cuenta si hay algo fuera de lo normal. Pero estoy vivo, y vivo. Sé que tengo que estar bien para ocuparme de mi familia, capaz si estuviera soltero me estaría matando en el gimnasio. Hay cosas que cambié por ellos, para estar bien para ellos; por ejemplo, la elección de mi especialidad: yo sabía que no era bueno para mí hacer guardias de 24 horas sin dormir, y prioricé otras cosas. En vez de ser anestesiólogo como pensaba, elegí la dermatología, que hoy es mi vocación, para no correr de guardia en guardia ni hacerme mala sangre”.


“La enfermedad está presente en nuestra vida, pero no en nuestro proyecto. Nunca vamos a dejar que nos condicione”

La familia por la que siente que tiene que estar bien es grande. Gianu nació en 2020, y Allegra en 2021. “Con el último embarazo –cuenta ella–, algunos nos decían: ‘¿En serio un tercer hijo? ¿No van a parar? ¡Te podés quedar sola con los tres!’. Y nuestra respuesta siempre fue que la enfermedad está presente en nuestra vida, pero no en nuestro proyecto. Nunca vamos a dejar que nos condicione. Siempre vivimos la vida a pleno, y la enfermedad es parte de nuestra historia, pero no nos frena. Juan no se condiciona, y entonces yo no me permito limitarme tampoco. Aprendimos a acompañarnos y acá estamos, seguimos creciendo juntos, tenemos mil proyectos. Si fuera por nosotros, tendríamos mil hijos también, aunque crean que estamos locos. Yo tendría mil hijos con él, porque como papá es un genio. Y es lindo querernos así, es lo que sueño para los chicos”.

Jamás reniegan de nada de lo que les pasó. Ese latido omnipresente de “Cora”, como se siguen llamando entre ellos, es un recordatorio, pero de su amor: “Si no hubiera sido por la cirugía, si no hubiera sentido que lo podía perder –dice ella–, a lo mejor hoy no estaríamos juntos”.

Por Mercedes Funes para Infobae

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