Desde los 10 años pensaba en lo peor pero encontró un “superpoder” que cambiaría todo: “Me di cuenta de que yo no era el único”

Fernando Gómez tiene 20 años y estudia Psicología; fue uno de los 12 oradores de TEDxRíodelaPlata de hoy y contó “la metamorfosis del dolor” que lo llevó de ser “un pibe triste” a un joven que busca colaborar con la salud mental

Opinión 02/11/2022 Editor Editor

Desde los 10 años pensaba en suicidarse pero encontró un “superpoder” que cambiaría todo: “Me di cuenta de que yo no era el único”

¿Qué edad tenía cuando esos pensamientos empezaron a aparecer? ¿9 años? ¿10? Quizás un poco más. Las precisiones no importan mucho cuando lo que se impone es que Fernando Gómez era un chico triste. Muy triste. Tanto, que una idea iba creciendo con él en cada uno de sus cumpleaños: la de suicidarse.

Terminar con todo. Volverse invisible. Desaparecer. Solapados al principio, con el tiempo esos pensamientos se volvieron ineludibles.

Se crio en América, una localidad bonaerense que para el censo de 2010 no llegaba a los 12 mil habitantes. En la escuela la pasaba mal. Muy mal. El bullying todavía no se presentaba con nombre anglosajón, pero sí con acciones concretas y cotidianas: “burlas” constantes. Una pesadilla que empezaba con el timbre de ingreso a clases y se ponía en pausa, con el de salida, hasta el día siguiente.

Fernando se sentía (lo hacían sentir) diferente. Era el chico que hablaba poco y nada, al que no le gustaba el fútbol (sí, escuchar rap y dibujar) y que se pasaba horas en su cuarto, leyendo comics y navegando en Internet, donde nadie lo criticaba o, en todo caso, no les veía la cara. “Muchas veces te convencés de que la culpa la tenés vos, no el resto, porque no compartís los mismos intereses y no encajás. Terminás pensando que es un error tuyo, que el que está mal sos vos”, reflexiona hoy.

A los 12 años, la tristeza se fue cimentando. Lo que en ese momento no identificaba como depresión, se iba manifestando de diferentes maneras. “Empecé a tenerle pánico a la gente”, cuenta Fernando. Estaba mal en todos lados y peor en la escuela. Quería esconderse y en la capucha de su buzo encontró algo que se parecía a un refugio, un endeble castillo de cartas. “Sino me veían, no se burlaban”, recuerda. No se la sacaba nunca.

Y esa idea seguía ahí, siempre ahí.

La del suicidio.

Todavía faltaban un par de años para que Fernando pudiese poner en palabras lo que le pasaba, y encontrar lo que él llama su “superpoder”: hablar. “Mi charla hace énfasis en eso: en la metamorfosis del dolor que me produjo la palabra”, asegura Fernando, que hoy tiene 20 años.

La charla a la que se refiere, es la que tuvo lugar esta tarde en el Movistar Arena, donde el joven fue uno de los 12 oradores de TEDxRíodelaPlata 2022. El mismo Fernando al que le costaba hablar hasta delante de su familia, lo hizo en un escenario frente a unas 11 mil personas, más todas las otras que lo siguieron vía streaming. Jamás se lo hubiese imaginado.

¿Qué pasó en el medio? El encuentro con un grupo de chicos que atravesaban situaciones similares a las de él y una iniciativa inesperada en cuarto año del secundario terminarían por cambiarlo todo.

 

“La bromas eran infumables”
La familia de Fernando está compuesta por Silvia, su mamá, que trabaja como portera en una escuela y empleada doméstica; Juan Manuel, su hermano mayor; sus sobrinos y su abuela (además de tíos, primos y el resto del clan ampliado).

Fernando cursa el segundo año de Psicología en la Universidad Nacional de La Plata, a donde se mudó, como muchos chicos de su pueblo, para seguir una carrera. Vive con su novia, Magalí, que estudia lo mismo que él.

Cuando mira para atrás, reconoce que al principio le costaba identificar eso que le estaba pasando. Lo que sí recuerda bien es que las “bromas” de sus compañeros eran para él “infumables” y la escuela no hacía nada. “No le echo la culpa a nadie. Pero eso me llevó a un estado de tristeza o angustia y de a poco a tener, cada vez más seguido, pensamientos de querer morirme”, describe Fernando.

Un día conoció a otro grupo de pibes, que aparecieron como una revelación. Eran chicos con los que compartía gustos y charlas más profundas. “Otros excluidos”, dice Fernando. Y hacían una actividad que a él lo enganchó desde el vamos y que en ese entonces, en un pueblo chico como América, se conocía poco: el parkour, una actividad física que consistente en ir de un lugar a otro superando obstáculos (como muros, vallas o escaleras, por ejemplo), encontrando la forma más rápida y fluida de hacerlo.

Pero todavía el dolor no tenía palabras. Y el primer cambio en él, fue pasar de no hablar nada, a quejarse de todo.

“Mucha gente, especialmente mi familia, me empezó a decir que había cambiado bastante. Antes era un pibe tranquilo y de repente, de la nada, me molestaba hasta si el plato estaba mal puesto o el ladrido de un perro en la calle. Cosas irrelevantes. Me empezaron a preguntar si estaba bien y me sembraron la duda. Ahí me empecé a dar cuenta de que estaba triste”, señala Fernando.

En ese proceso, el nuevo grupo de amigos jugó un rol clave, sobre todo uno de ellos, Rodrigo, que hoy es su “hermano del alma”. Fernando, dice: “Alrededor de los 16 o 17 años, mi afirmación de querer morir empezó a ser una duda: ‘¿Me quiero morir o lo que quiero es una forma de escape lo más rápido posible de ciertas cosas?’ De a poco me fui dando cuenta de que realmente era eso, como le pasa a muchas personas que piensan en suicidarse”.

Asegura que no llegó a tener un intento de suicidio porque “hubo gente que estuvo en el momento justo”. En general, eran sus amigos. “No es que mi familia no estuviera presente o fuese mala o disfuncional, pero yo los alejaba. No los dejaba entrar”, aclara.

“¿Cuántos más habrá como yo?”
Fernando se cambió de escuela. Pasó a la secundaria número 5, donde iban sus nuevos amigos. Ahí, un día cualquiera, en cuarto año, mientras discutían en una clase de literatura obras como Romeo y Julieta y La casa de Bernarda Alba, uno de sus compañeros gritó una pregunta que movilizó al resto: “¿Por qué en todos estos libros los personajes se terminan matando?”.

Ahí se armó. Todos querían hablar y Fernando entendió que varios habían tenido ideas similares a las que venía arrastrando él desde que era un niño. “En ese momento, la inteligencia emocional de Mechi, la profesora, fue fundamental, porque dijo (aunque no con estas palabras, pero es lo que nos dio a entender): ‘No vamos a seguir con la clase porque lo que me están contando es mucho más importante que cualquier cuestión académica’”, reconstruye Fernando.

En ese momento, el adolescente pensó: “Esto no me pasa a mí solo. Y si en esta clase hay varios a los que el suicidio se les cruzó por la cabeza, ¿cuánto más habrá?”.

Ese fue el germen de lo que se convertiría primero en un proyecto para la feria de ciencias, encabezado por Fernando junto a su compañeros, y acompañados por Miriam “Mechi” Maidana, su profesora. Empezaron haciendo una encuesta anónima y voluntaria en todos los cursos, donde los estudiantes debían responder si alguna vez habían pensando en suicidarse, si se habían autolesionado y si se lo habían contado a alguien.

Las respuestas fueron una confirmación de la hipótesis inicial: esos pensamientos y conductas de riesgo eran mucho más frecuentes de lo que creían. De su escuela, fueron a otras de América y del partido de Rivadavia: 12 en total, llegando a unos 200 chicos y chicas. “En todas las aulas, de 30 estudiantes aproximadamente, un promedio de cinco habían tenido pensamientos suicidas alguna vez. Y entre los que habían tenido esos pensamientos, un 20% habían pensado en autoflagelarse. No eran casos aislados”, advierte Fernando.

Algo empezó a cambiar en él a partir de esa experiencia. “Me di cuenta de que podía hablar, no solo para quejarme del perro que ladraba, sino que mi palabra tenía valor a nivel social. Lo que hicimos fue comunicarles a las instituciones y la municipalidad los resultados de la encuesta”, detalla.

La respuesta no fue la esperada. Desde las autoridades les aseguraron que iban a tomar medidas como ofrecer clases de yoga y crear más espacios verdes, pero a ellos no les pareció suficiente: “Ahí dijimos: ‘Tenemos que hacer algo nosotros’. Yo era parte de esos pibes con pensamientos suicidas y no quería que me dejaran tirado ni a mí ni ellos”.

Surgió otra idea: diseñar, junto a un grupo de psiquiatras, psicopedagogos y psicólogos, unas Jornadas de Prevención del Suicidio. Eran charlas donde Fernando y sus compañeros compartían los resultados de su investigación y abrían luego un debate en el que los profesionales respondían las consultas de los estudiantes.

Además, daban información sobre números de asistencia y enfatizaban la necesidad de pedir ayuda, buscando romper mitos, como que “el psicólogo es para los locos”. “Por suerte tuvimos mucha llegada, se abrieron debates increíbles entre alumnos, tutores y profesores. Ahí empecé a hablar en público”, recuerda Fernando.

El rap, un género que le gusta desde chico, también tuvo un rol central para ayudarlo a expresar lo que le pasaba, y empezó a componer sus letras, como las que cantó esta tarde en sus charla. Poco a poco, el pibe triste que no se sacaba la capucha para nada, dejó de usarla: “Te diría que, actualmente, llevarla es una incomodidad”, asegura.

Fernando dice que hoy está bien, pero que entiende que mucha gente que lea esta nota piense: “Yo no tengo salida y no la voy a encontrar”. “Lo entiendo porque yo también pensaba así. No digo que sea fácil, pero a mí hablar de suicidio me salvó la vida. Si no hay orejas abiertas para escuchar, hay que abrirlas”, anima Fernando.

Con su charla TED quiere llevar un mensaje central “a los que no se animan a hablar aún”, pero que espera que, después de escucharlo, puedan hacerlo: que no están solos.

Por María Ayuso para La Nación

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